Metafísica

      Aristóteles


      Libro primero

      I. -Naturaleza de la ciencia; diferencia entre la ciencia y la 

      experiencia. -II. La filosofía se ocupa principalmente de la indagación de 

      las causas y de los principios. -III. Doctrinas de los antiguos sobre las 

      causas primeras y los principios de las cosas. Tales, Anaxímenes, etc. 

      Principio descubierto por Anaxágoras, la inteligencia. -IV. Del amor, 

      principio de Parménides y de Hesíodo. De la Amistad y del Odio de 

      Empédocles. Empédocles es el primero que ha reconocido cuatro elementos. 

      De Leucipo y de Demócrito, que han afirmado lo lleno y lo vacío como 

      causas del ser y del no ser. -V. De los pitagóricos. Doctrina de los 

      números. Parménides, Jenófanes, Meliso. -VI. Platón. Lo que tomó de los 

      pitagóricos, en qué difiere el sistema de Platón del de aquéllos. 

      Recapitulación. -VII. Recapitulación de las opiniones de los antiguos 

      tocante a los principios. -IX. Refutación de la teoría de las ideas. -X. 

      Recapitulación final: la Filosofía antigua como primer tanteo científico.




      - I -

           Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber. El placer 

      que nos causa las percepciones de nuestros sentidos es una prueba de esta 

      verdad. Nos agradan por sí mismas, independientemente de su utilidad, 

      sobre todo las de la vista. En efecto, no sólo cuando tenemos intención de 

      obrar, sino hasta cuando ningún objeto práctico nos proponemos, 

      preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás 

      conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, 

      mejor que los otros sentidos, nos da a conocer los objetos, y nos descubre 

      entre ellos gran número de diferencias (1).

           Los animales reciben de la naturaleza la facultad de conocer por los 

      sentidos. Pero este conocimiento en unos no produce la memoria; al paso 

      que en otros la produce. Y así los primeros son simplemente inteligentes; 

      y los otros son más capaces de aprender que los que no tienen la facultad 

      de acordarse. La inteligencia, sin la capacidad de aprender, es patrimonio 

      de los que no tienen la facultad de percibir los sonidos, por ejemplo, la 

      abeja (2) y los demás animales que puedan hallarse en el mismo caso. La 

      capacidad de aprender se encuentra en todos aquellos que reúnen a la 

      memoria el sentido del oído (3). Mientras que los demás animales viven 

      reducidos a las impresiones sensibles (4) o a los recuerdos, y apenas se 

      elevan a la experiencia, el género humano tiene, para conducirse, el arte 

      y el razonamiento.

           En los hombres la experiencia proviene de la memoria. En efecto, 

      muchos recuerdos de una misma cosa constituyen una experiencia. Pero la 

      experiencia, al parecer, se asimila casi a la ciencia y al arte. Por la 

      experiencia progresan la ciencia y el arte en el hombre (5). La 

      experiencia, dice Polus (6), y con razón, ha creado el arte, la 

      inexperiencia marcha a la ventura. El arte comienza, cuando de un gran 

      número de nociones suministradas por la experiencia, se forma una sola 

      concepción general que se aplica a todos los casos semejantes. Saber que 

      tal remedio ha curado a Calias atacado de tal enfermedad, que ha producido 

      el mismo efecto en Sócrates y en muchos otros tomados individualmente, 

      constituye la experiencia; pero saber que tal remedio ha curado toda clase 

      de enfermos atacados de cierta enfermedad, los flemáticos, por ejemplo, 

      los biliosos o los calenturientos, es arte. En la práctica la experiencia 

      no parece diferir del arte, y se observa que hasta los mismos que sólo 

      tienen experiencia consiguen mejor su objeto que los que poseen la teoría 

      sin la experiencia. Esto consiste en que la experiencia es el conocimiento 

      de las cosas particulares, y el arte, por lo contrario, el de lo general 

      (7). Ahora bien, todos los actos, todos los hechos se dan en lo 

      particular. Porque no es al hombre al que cura el médico, sino 

      accidentalmente, y sí a Calias o Sócrates o a cualquier otro individuo que 

      resulte pertenecer al género humano. Luego si alguno posee la teoría sin 

      la experiencia, y conociendo lo general ignora lo particular en el 

      contenido, errará muchas veces en el tratamiento de la enfermedad. En 

      efecto, lo que se trata de curar es al individuo. Sin embargo, el 

      conocimiento y la inteligencia, según la opinión común, son más bien 

      patrimonio del arte que de la experiencia, y los hombres de arte pasan por 

      ser más sabios que los hombres de experiencia, porque la sabiduría está en 

      todos los hombres en razón de su saber. El motivo de esto es que los unos 

      conocen la causa y los otros la ignoran.

           En efecto, los hombres de experiencia saben bien que tal cosa existe, 

      pero no saben porqué existe; los hombres de arte, por lo contrario, 

      conocen el porqué y la causa. Y así afirmamos verdaderamente que los 

      directores de obras, cualquiera que sea el trabajo de que se trate, tienen 

      más derecho a nuestro respeto que los simples operarios; tienen más 

      conocimiento y son más sabios, porque saben las causas de lo que se hace; 

      mientras que los operarios se parecen a esos seres inanimados que obran, 

      pero sin conciencia de su acción, como el fuego, por ejemplo, que quema 

      sin saberlo. En los seres inanimados una naturaleza particular es la que 

      produce cada una de estas acciones; en los operarios es el hábito. La 

      superioridad de los jefes sobre los operarios no se debe a su habilidad 

      práctica, sino al hecho de poseer la teoría y conocer las causas. Añádase 

      a esto que el carácter principal de la ciencia consiste en poder ser 

      transmitida por la enseñanza. Y así, según la opinión común, el arte, más 

      que la experiencia, es ciencia; porque los hombres de arte pueden enseñar, 

      y los hombres de experiencia no. Por otra parte, ninguna de las acciones 

      sensibles constituye a nuestros ojos el verdadero saber, bien que sean el 

      fundamento del conocimiento de las cosas particulares; pero no nos dicen 

      el porqué de nada; por ejemplo, no nos hacen ver por qué el fuego es 

      caliente, sino sólo que es caliente.

           No sin razón el primero que inventó un arte cualquiera, por encima de 

      las nociones vulgares de los sentidos, fue admirado por los hombres, no 

      sólo a causa de la utilidad de sus descubrimientos, sino a causa de su 

      ciencia, y porque era superior a los demás. Las artes se multiplicaron, 

      aplicándose las unas a las necesidades, las otras a los placeres de la 

      vida, pero siempre los inventores de que se trata fueron mirados como 

      superiores a los de todas las demás, porque su ciencia no tenía la 

      utilidad por fin. Todas las artes de que hablamos estaban inventadas 

      cuando se descubrieron estas ciencias que no se aplican ni a los placeres 

      ni a las necesidades de la vida. Nacieron primero en aquellos puntos donde 

      los hombres gozaban de reposo. Las matemáticas fueron inventadas en 

      Egipto, porque en este país se dejaba un gran solaz a la casta de los 

      sacerdotes.

           Hemos asentado en la Moral (8) la diferencia que hay entre el arte, 

      la ciencia y los demás conocimientos. Todo lo que sobre este punto nos 

      proponemos decir ahora, es que la ciencia que se llama Filosofía (9) es, 

      según la idea que generalmente se tiene de ella, el estudio de las 

      primeras causas y de los principios.

           Por consiguiente, como acabamos de decir, el hombre de experiencia 

      parece ser más sabio que el que sólo tiene conocimientos sensibles, 

      cualesquiera que ellos sean: el hombre de arte lo es más que el hombre de 

      experiencia; el operario es sobrepujado por el director del trabajo, y la 

      especulación es superior a la práctica. Es, por tanto, evidente que la 

      Filosofía es una ciencia que se ocupa de ciertas causas y de ciertos 

      principios.




      - II -

           Puesto que esta ciencia es el objeto de nuestras indagaciones, 

      examinemos de qué causas y de qué principios se ocupa la filosofía como 

      ciencia; cuestión que se aclarará mucho mejor si se examinan las diversas 

      ideas que nos formamos del filósofo. Por de pronto, concebimos al filósofo 

      principalmente como conocedor del conjunto de las cosas, en cuanto es 

      posible, pero sin tener la ciencia de cada una de ellas en particular. En 

      seguida, el que puede llegar al conocimiento de las cosas arduas, aquellas 

      a las que no se llega sino venciendo graves dificultades, ¿no le 

      llamaremos filósofo? En efecto, conocer por los sentidos es una facultad 

      común a todos, y un conocimiento que se adquiere sin esfuerzos no tiene 

      nada de filosófico. Por último, el que tiene las nociones más rigurosas de 

      las causas, y que mejor enseña estas nociones, es más filósofo que todos 

      los demás en todas las ciencias; aquella que se busca por sí misma, sólo 

      por el ansia de saber, es más filosófica que la que se estudia por sus 

      resultados; así como la que domina a las demás es más filosófica que la 

      que está subordinada a cualquiera otra. No, el filósofo no debe recibir 

      leyes, y sí darlas; ni es preciso que obedezca a otro, sino que debe 

      obedecerle el que sea menos filósofo.

           Tales son, en suma, los modos que tenemos de concebir la filosofía y 

      los filósofos. Ahora bien; el filósofo, que posee perfectamente la ciencia 

      de lo general, tiene por necesidad la ciencia de todas las cosas, porque 

      un hombre de tales circunstancias sabe en cierta manera todo lo que se 

      encuentra comprendido bajo lo general. Pero puede decirse también que es 

      muy difícil al hombre llegar a los conocimientos más generales; como que 

      las cosas que son objeto de ellos están mucho más lejos del alcance de los 

      sentidos.

           Entre todas las ciencias, son las más rigurosas las que son más 

      ciencias de principios; las que recaen sobre un pequeño número de 

      principios son más rigurosas que aquellas cuyo objeto es múltiple; la 

      aritmética, por ejemplo, es más rigurosa que la geometría. La ciencia que 

      estudia las causas es la que puede enseñar mejor, porque los que explican 

      las causas de cada cosa son los que verdaderamente enseñan. Por último, 

      conocer y saber con el solo objeto de saber y conocer, tal es por 

      excelencia el carácter de la ciencia de lo más científico que existe. El 

      que quiera estudiar una ciencia por sí misma, escogerá entre todas la que 

      sea más ciencia, puesto que esta ciencia es la ciencia de lo que hay de 

      más científico. Lo más científico que existe lo constituyen los principios 

      y las causas. Por su medio conocemos las demás cosas, y no conocemos 

      aquéllos por las demás cosas. Porque la ciencia soberana, la ciencia 

      superior a toda ciencia subordinada, es aquella que conoce el porqué debe 

      hacerse cada cosa. Y este porqué es el bien de cada ser, que tomado en 

      general, es lo mejor en todo el conjunto de los seres (10).

           De todo lo que acabamos de decir sobre la ciencia misma, resulta la 

      definición de la filosofía que buscamos. Es imprescindible que sea la 

      ciencia teórica de los primeros principios y de las primeras causas, 

      porque una de las causas es el bien, la razón final. Y que no es una 

      ciencia práctica lo prueba el ejemplo de los primeros que han filosofado. 

      Lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras 

      indagaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración (11). Entre 

      los objetos que admiraban y de que no podían darse razón, se aplicaron 

      primero a los que estaban a su alcance; después, avanzando paso a paso, 

      quisieron explicar los más grandes fenómenos; por ejemplo, las diversas 

      fases de la Luna, el curso del Sol y de los astros y, por último, la 

      formación del Universo. Ir en busca de una explicación y admirarse, es 

      reconocer que se ignora. Y así, puede decirse que el amigo de la ciencia 

      lo es en cierta manera de los mitos (12), porque el asunto de los mitos es 

      lo maravilloso. Por consiguiente, si los primeros filósofos filosofaron 

      para librarse de la ignorancia, es evidente que se consagraron a la 

      ciencia para saber, y no por miras de utilidad. El hecho mismo lo prueba, 

      puesto que casi todas las artes que tienen relación con las necesidades, 

      con el bienestar y con los placeres de la vida, eran ya conocidas cuando 

      se comenzaron las indagaciones y las explicaciones de este género. Es, por 

      tanto, evidente que ningún interés extraño nos mueve a hacer el estudio de 

      la filosofía.

           Así como llamamos hombre libre al que se pertenece a sí mismo y no 

      tiene dueño, en igual forma esta ciencia es la única entre todas las 

      ciencias que puede llevar el nombre de libre. Sólo ella efectivamente 

      depende de sí misma. Y así con razón debe mirarse como cosa sobrehumana la 

      posesión de esta ciencia. Porque la naturaleza del hombre es esclava en 

      tantos respectos, que sólo Dios, hablando como Simónides, debería 

      disfrutar de este precioso privilegio (13). Sin embargo, es indigno del 

      hombre no ir en busca de una ciencia a que puede aspirar (14). Si los 

      poetas tienen razón diciendo que la divinidad es capaz de envidia, con 

      ocasión de la filosofía podría aparecer principalmente esta envidia, y 

      todos los que se elevan por el pensamiento deberían ser desgraciados. Pero 

      no es posible que la divinidad sea envidiosa, y los poetas, como dice el 

      proverbio, mienten muchas veces.

           Por último, no hay ciencia más digna de estimación que ésta, porque 

      debe estimarse más la más divina, y ésta lo es en un doble concepto. En 

      efecto, una ciencia que es principalmente patrimonio de Dios, y que trata 

      de las cosas divinas, es divina entre todas las ciencias. Pues bien, sólo 

      la filosofía tiene este doble carácter. Dios pasa por ser la causa y el 

      principio de todas las cosas, y Dios sólo, o principalmente al menos, 

      puede poseer una ciencia semejante. Todas las demás ciencias tienen, es 

      cierto, más relación con nuestras necesidades que la filosofía, pero 

      ninguna la supera.

           El fin que nos proponemos en nuestra empresa debe ser una admiración 

      contraria, si puedo decirlo así, a la que provocan las primeras 

      indagaciones en toda ciencia. En efecto, las ciencias, como ya hemos 

      observado, tienen siempre su origen en la admiración o asombro que inspira 

      el estado de las cosas; como, por ejemplo, por lo que hace a las 

      maravillas que de suyo se presentan a nuestros ojos, el asombro que 

      inspiran las revoluciones del Sol o lo inconmensurable de la relación del 

      diámetro con la circunferencia (15) a los que no han examinado aún la 

      causa. Es cosa que sorprende a todos que una cantidad no pueda ser medida 

      ni aun por una medida pequeñísima. Pues bien, nosotros necesitamos 

      participar de una admiración contraria: lo mejor está al fin, como dice el 

      proverbio. A este mejor, en los objetos de que se trata, se llega por el 

      conocimiento, porque nada causaría más asombro a un geómetra que el ver 

      que la relación del diámetro con la circunferencia se hacía conmensurable.

           Ya hemos dicho cuál es la naturaleza de la ciencia que investigamos, 

      el fin de nuestro estudio y de este tratado.




      - III -

           Evidentemente es preciso adquirir la ciencia de las causas primeras, 

      puesto que decimos que se sabe, cuando creemos que se conoce la causa 

      primera. Se distinguen cuatro causas. La primera es la esencia, la forma 

      propia de cada cosa (16), porque lo que hace que una cosa sea, está toda 

      entera en la noción de aquello que ella es; la razón de ser primera es, 

      por tanto, una causa y un principio. La segunda es la materia, el sujeto 

      (17); la tercera el principio del movimiento (18); la cuarta, que 

      corresponde a la precedente, es la causa final de las otras (19), el bien, 

      porque el bien es el fin de toda producción.

           Estos principios han sido suficientemente explicados en la Física 

      (20). Recordemos, sin embargo, aquí las opiniones de aquellos que antes 

      que nosotros se han dedicado al estudio del ser y han filosofado sobre la 

      verdad; y que, por otra parte, han discurrido también sobre ciertos 

      principios y ciertas causas. Esta revista será un preliminar útil a la 

      indagación que nos ocupa. En efecto, o descubriremos alguna otra especie 

      de causas, o tendremos mayor confianza en las causas que acabamos de 

      enumerar.

           La mayor parte de los primeros que filosofaron, no consideraron los 

      principios de todas las cosas, sino desde el punto de vista de la materia. 

      Aquello de donde salen todos los seres, de donde proviene todo lo que se 

      produce, y adonde va a parar toda destrucción, persistiendo la sustancia 

      misma bajo sus diversas modificaciones, he aquí el principio de los seres. 

      Y así creen, que nada nace ni perece verdaderamente, puesto que esta 

      naturaleza primera subsiste siempre; a la manera que no decimos que 

      Sócrates nace realmente, cuando se hace hermoso o músico, ni que perece, 

      cuando pierde estos modos de ser, puesto que el sujeto de las 

      modificaciones, Sócrates mismo, persiste en su existencia, sin que podamos 

      servirnos de estas expresiones respecto a ninguno de los demás seres. 

      Porque es indispensable que haya una naturaleza primera, sea única, sea 

      múltiple, la cual subsistiendo siempre, produzca todas las demás cosas. 

      Por lo que hace al número y al carácter propio de los elementos, estos 

      filósofos no están de acuerdo.

           Tales (21), fundador de esta filosofía, considera el agua como primer 

      principio. Por esto llega hasta pretender que la tierra descansa en el 

      agua; y se vio probablemente conducido a esta idea, porque observaba que 

      la humedad alimenta todas las cosas, que lo caliente mismo procede de 

      ella, y que todo animal vive de la humedad; y aquello de donde viene todo, 

      es claro, que es el principio de todas las cosas. Otra observación le 

      condujo también a esta opinión. Las semillas de todas las cosas son 

      húmedas por naturaleza y el agua es el principio de las cosas húmedas.

           Algunos creen que los hombres de los más remotos tiempos y con ellos 

      los primeros teólogos (22) muy anteriores a nuestra época, se figuraron la 

      naturaleza de la misma manera que Tales. Han presentado como autores del 

      Universo al Océano y a Tetis (23), y los dioses, según ellos, juran por el 

      agua, por ese agua que los poetas llaman Estigia. Porque lo más seguro que 

      existe es igualmente lo que hay de más sagrado; y lo más sagrado que hay 

      es el juramento (24). ¿Hay en esta antigua opinión una explicación de la 

      naturaleza? No es cosa que se vea claramente. Tal fue, por lo que se dice, 

      la doctrina de Tales sobre la primera causa.

           No es posible colocar a Hipón (25) entre los primeros filósofos, a 

      causa de lo vago de su pensamiento. Anaxímenes (26) y Diógenes (27) 

      dijeron que el aire es anterior al agua, y que es el primer principio de 

      los cuerpos simples. Hipaso de Metaponte (28) y Heráclito de Éfeso (29) 

      reconocen como primer principio el fuego. Empédocles (30) admite cuatro 

      elementos, añadiendo la tierra a los tres que quedan nombrados. Estos 

      elementos subsisten siempre, y no se hacen o devienen; sólo que siendo, ya 

      más, ya menos, se mezclan y se desunen, se agregan y se separan.

           Anaxágoras de Clazómenas (31), mayor que Empédocles, no logró exponer 

      un sistema tan recomendable. Pretende que el número de los principios es 

      infinito. Casi todas las cosas formadas de partes semejantes, no están 

      sujetas, como se ve en el agua y el fuego, a otra producción ni a otra 

      destrucción que la agregación o la separación; en otros términos, no nacen 

      ni perecen, sino que subsisten eternamente.

           Por lo que precede se ve que todos estos filósofos han tomado por 

      punto de partida la materia, considerándola como causa única.

           Una vez en este punto, se vieron precisados a caminar adelante y a 

      entrar en nuevas indagaciones. Es indudable que toda destrucción y toda 

      producción proceden de algún principio, ya sea único o múltiple. Pero ¿de 

      dónde proceden estos efectos y cuál es la causa? Porque, en verdad, el 

      sujeto mismo no puede ser autor de sus propios cambios. Ni la madera ni el 

      bronce, por ejemplo, son la causa que les hace mudar de estado al uno y al 

      otro; no es la madera la que hace la cama, ni el bronce el que hace la 

      estatua. Buscar esta otra cosa es buscar otro principio, el principio del 

      movimiento, como nosotros le llamamos.

           Desde los comienzos, los filósofos partidarios de la unidad de la 

      sustancia (32), que tocaron esta cuestión, no se tomaron gran trabajo en 

      resolverla. Sin embargo, algunos de los que admitían la unidad, intentaron 

      hacerlo, pero sucumbieron, por decirlo así, bajo el peso de esta 

      indagación. Pretenden que la unidad es inmóvil, y que no sólo nada nace ni 

      muere en toda la naturaleza (opinión antigua y a la que todos se 

      afiliaron), sino también que en la naturaleza es imposible otro cambio. 

      Este último punto es peculiar de estos filósofos. Ninguno de los que 

      admiten la unidad del todo ha llegado a la concepción de la causa de que 

      hablamos, excepto, quizá, Parménides (33), en cuanto no se contenta con la 

      unidad, sino que, independientemente de ella, reconoce en cierta manera 

      dos causas.

           En cuanto a los que admiten muchos elementos, como lo caliente y lo 

      frío, o el fuego y la tierra, están más a punto de descubrir la causa en 

      cuestión. Porque atribuyen al fuego el poder motriz, y al agua, a la 

      tierra y a los otros elementos la propiedad contraria. No bastando estos 

      principios para producir el Universo, los sucesores de los filósofos que 

      los habían adoptado, estrechados de nuevo, como hemos dicho, por la verdad 

      misma, recurrieron al segundo principio (34). En efecto, que el orden y la 

      belleza que existen en las cosas o que se producen en ellas, tengan por 

      causa la tierra o cualquier otro elemento de esta clase, no es en modo 

      alguno probable: ni tampoco es creíble que los filósofos antiguos hayan 

      abrigado esta opinión. Por otra parte, atribuir al azar o a la fortuna 

      estos admirables efectos era muy poco racional. Y así, cuando hubo un 

      hombre que proclamó que en la naturaleza, al modo que sucedía con los 

      animales, había una inteligencia, causa del concierto y del orden 

      universal, pareció que este hombre era el único que estaba en el pleno uso 

      de su razón, en desquite de las divagaciones de sus predecesores.

           Sabemos, sin que ofrezca duda, que Anaxágoras se consagró al examen 

      de este punto de vista de la ciencia. Puede decirse, sin embargo, que 

      Hermotimo de Clazómenas (35) lo indicó el primero. Estos dos filósofos 

      alcanzaron, pues, la concepción de la Inteligencia, y establecieron que la 

      causa del orden es a un mismo tiempo el principio de los seres y la causa 

      que les imprime el movimiento.




      - IV -

           Debería creerse que Hesíodo entrevió mucho antes algo análogo, y con 

      Hesíodo todos los que han admitido como principio en los seres el Amor o 

      el deseo; por ejemplo, Parménides. Éste dice, en su explicación de la 

      formación del Universo:



                           Él creó el Amor, el más antiguo de todos los dioses 

            (36)




           Hesíodo, por su parte, se expresa de esta manera:



                        Mucho antes de todas las cosas existió el Caos, después

            la Tierra espaciosa.

            Y el Amor, que es el más hermoso de todos los Inmortales (37).




      con lo que parece que reconocen que es imprescindible que los seres tengan 

      una causa capaz de imprimir el movimiento y de dar enlace a las cosas. 

      Deberíamos examinar aquí a quién pertenece la prioridad de este 

      descubrimiento, pero rogamos se nos permita decidir esta cuestión más 

      tarde (38).

           Como se vio que al lado del bien aparecía lo contrario del bien en la 

      naturaleza; que al lado del orden y de la belleza se encontraban el 

      desorden y la fealdad; que el mal parecía sobrepujar al bien, y lo feo a 

      lo bello, otro filósofo introdujo la Amistad y la Discordia como causas 

      opuestas de estos efectos contrarios. Porque si se sacan todas las 

      consecuencias que se derivan de las opiniones de Empédocles, y nos 

      atenemos al fondo de su pensamiento y no a la manera con que él lo 

      balbucea, se verá que hace de la Amistad el principio del bien, y de la 

      Discordia el principio del mal. De suerte, que si se dijese que Empédocles 

      ha proclamado, y proclamado el primero, el bien y el mal como principios, 

      quizá no se incurriría en equivocación, puesto que, según su sistema, el 

      bien en sí (39) es la causa de todos los bienes, y el mal (40) la de todos 

      los males.

           Hasta aquí, en nuestra opinión, los filósofos han reconocido dos de 

      las causas que hemos fijado en la Física: la materia y la causa del 

      movimiento. Es cierto que lo han hecho de una manera oscura e indistinta, 

      como se conducen los soldados bisoños en un combate. Éstos se lanzan sobre 

      el enemigo y descargan muchas veces sendos golpes, pero la ciencia no 

      entra para nada en su conducta. En igual forma estos filósofos no saben en 

      verdad lo que dicen. Porque no se les ve nunca, o casi nunca, hacer uso de 

      sus principios. Anaxágoras se sirve de la Inteligencia como de una máquina 

      (41), para la formación del mundo; y cuando se ve embarazado para explicar 

      por qué causa es necesario esto o aquello, entonces presenta la 

      inteligencia en escena; pero en todos los demás casos a otra causa más 

      bien que a la inteligencia es a la que atribuye la producción de los 

      fenómenos (42). Empédocles se sirve de las causas más que Anaxágoras, es 

      cierto, pero de una manera también insuficiente, y al servirse de ellas no 

      sabe ponerse de acuerdo consigo mismo.

           Muchas veces en el sistema de este filósofo, la amistad es la que 

      separa, y la discordia la que reúne. En efecto, cuando el todo se divide 

      en sus elementos por la discordia, entonces las partículas del fuego se 

      reúnen en un todo, así como las de cada uno de los otros elementos. Y 

      cuando la amistad lo reduce todo a la unidad, mediante su poder, entonces, 

      por lo contrario, las partículas de cada uno de los elementos se ven 

      forzadas a separarse. Empédocles, según se ve, se distinguió de sus 

      predecesores por la manera de servirse de la causa de que nos ocupamos; 

      fue el primero que la dividió en dos. No hizo un principio único del 

      principio de movimiento, sino dos principios diferentes, y opuestos entre 

      sí. Y luego, desde el punto de vista de la materia, es el primero que 

      reconoció cuatro elementos. Sin embargo, no se sirvió de ellos como si 

      fueran cuatro elementos, sino como si fuesen dos, el fuego de una parte 

      por sí solo, y de otra los tres elementos opuestos: la tierra, el aire y 

      el agua, considerados como una sola naturaleza. Ésta es por lo menos la 

      idea que se puede formar después de leer su poema (43). Tales son, a 

      nuestro juicio, los caracteres, y tal es el número de los principios de 

      que Empédocles nos ha hablado.

           Leucipo (44) y su amigo Demócrito (45) admiten por elementos lo lleno 

      y lo vacío o, usando de sus mismas palabras, el ser y el no ser. Lo lleno, 

      lo sólido, es el ser; lo vacío y lo raro es el no ser. Por esta razón, 

      según ellos, el no ser existe lo mismo que el ser. En efecto, lo vacío 

      existe lo mismo que el cuerpo; y desde el punto de vista de la materia 

      éstas son las causas de los seres. Y así como los que admiten la unidad de 

      la sustancia hacen producir todo lo demás mediante las modificaciones de 

      esta sustancia, dando lo raro y lo denso por principios de estas 

      modificaciones, en igual forma estos dos filósofos pretenden que las 

      diferencias son las causas de todas las cosas. Estas diferencias son en su 

      sistema tres: la forma, el orden, la posición. Las diferencias del ser 

      sólo proceden según su lenguaje, de la configuración (46), de la 

      coordinación (47), y de la situación (48). La configuración es la forma, y 

      la coordinación es el orden, y la situación es la posición. Y así A 

      difiere de N por la forma; A N de N A por el orden; y Z de N por la 

      posición. En cuanto al movimiento, a averiguar de dónde procede y cómo 

      existe en los seres, han despreciado esta cuestión, y la han omitido como 

      han hecho los demás filósofos.

           Tal es, a nuestro juicio, el punto a que parecen haber llegado las 

      indagaciones de nuestros predecesores sobre las dos causas en cuestión.




      - V -

           En tiempo de estos filósofos y antes que ellos (49), los llamados 

      pitagóricos se dedicaron por de pronto a las matemáticas, e hicieron 

      progresar esta ciencia. Embebidos en este estudio, creyeron que los 

      principios de las matemáticas eran los principios de todos los seres. Los 

      números son por su naturaleza anteriores a las cosas (50), y los 

      pitagóricos creían percibir en los números más bien que en el fuego, la 

      tierra y el agua, una multitud de analogías con lo que existe y lo que se 

      produce. Tal combinación de números, por ejemplo, les parecía ser la 

      justicia, tal otra el alma y la inteligencia, tal otra la oportunidad; y 

      así, poco más o menos, hacían con todo lo demás; por último, veían en los 

      números las combinaciones de la música y sus acordes. Pareciéndoles que 

      estaban formadas todas las cosas a semejanza de los números, y siendo por 

      otra parte los números anteriores a todas las cosas, creyeron que los 

      elementos de los números son los elementos de todos los seres, y que el 

      cielo en su conjunto es una armonía y un número. Todas las concordancias 

      que podían descubrir en los números y en la música, junto con los 

      fenómenos del cielo y sus partes y con el orden del Universo, las reunían, 

      y de esta manera formaban un sistema. Y si faltaba algo, empleaban todos 

      los recursos para que aquél presentara un conjunto completo. Por ejemplo, 

      como la década parece ser un número perfecto, y que abraza todos los 

      números, pretendieron que los cuerpos en movimiento en el cielo son diez 

      en número. Pero no siendo visibles más que nueve, han imaginado un décimo, 

      el Antictón (51). Todo esto lo hemos explicado más al por menor en otra 

      obra (52). Si ahora tocamos ese punto, es para hacer constar, respecto a 

      ellos como a todos los demás, cuáles son los principios cuya existencia 

      afirman, y cómo estos principios entran en las causas que hemos enumerado.

           He aquí en lo que al parecer consiste su doctrina: El número es el 

      principio de los seres bajo el punto de vista de la materia, así como es 

      la causa de sus modificaciones y de sus estados diversos; los elementos 

      del número son el par y el impar; el impar es finito, el par es infinito; 

      la unidad participa a la vez de estos dos elementos, porque a la vez es 

      par e impar; el número viene de la unidad, y por último, el cielo en su 

      conjunto se compone, como ya hemos dicho, de números. Otros pitagóricos 

      admiten diez principios, que colocan de dos en dos, en el orden siguiente:



                           Finito e infinito.

            Par e impar.

            Unidad y pluralidad.

            Derecha e izquierda.

            Macho y hembra.

            Reposo y movimiento.

            Rectilíneo y curvo.

            Luz y tinieblas.

            Bien y mal.

            Cuadrado y cuadrilátero irregular (53)




           La doctrina de Alcmeón de Crotona (54), parece aproximarse mucho a 

      estas ideas, sea que las haya tomado de los pitagóricos, sea que éstos las 

      hayan recibido de Alcmeón, porque florecía cuando era anciano Pitágoras, y 

      su doctrina se parece a la que acabarnos de exponer. Dice, en efecto, que 

      la mayor parte de las cosas de este mundo son dobles, señalando al efecto 

      las oposiciones entre las cosas. Pero no fija, como los pitagóricos, estas 

      diversas oposiciones. Toma las primeras que se presentan, por ejemplo, lo 

      blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo, el bien y el mal, lo grande y lo 

      pequeño, y sobre todo lo demás se explica de una manera igualmente 

      indeterminada, mientras que los pitagóricos han definido el número y la 

      naturaleza de las oposiciones.

           Por consiguiente, de estos dos sistemas puede deducirse que los 

      contrarios son los principios de las cosas, y además, que uno de ellos nos 

      da a conocer el número de estos principios y su naturaleza. Pero cómo 

      estos principios pueden resumirse en las causas primeras, es lo que no han 

      articulado claramente estos filósofos. Sin embargo, parece que consideran 

      los elementos desde el punto de vista de la materia, porque, según ellos, 

      estos elementos se encuentran en todas las cosas y constituyen y componen 

      todo el Universo.

           Lo que precede basta para dar una idea de las opiniones de los que, 

      entre los antiguos, han admitido la pluralidad en los elementos de la 

      naturaleza. Hay otros que han considerado el todo como un ser único, pero 

      difieren entre sí, ya por el mérito de la exposición, ya por la manera 

      como han concebido la realidad. Con relación a la revista que estamos 

      pasando a las causas, no tenemos necesidad de ocuparnos de ellos. En 

      efecto, no hacen como algunos filósofos (55), que al establecer la 

      existencia de una sustancia única, sacan sin embargo todas las cosas del 

      seno de la unidad, considerada como materia; su doctrina es muy distinta. 

      Estos físicos (56) añaden el movimiento para producir el Universo, 

      mientras que aquéllos pretenden que el Universo es inmóvil. He aquí todo 

      lo que se encuentra en estos filósofos referente al objeto de nuestra 

      indagación:

           La unidad de Parménides parece ser la unidad racional, la de Meliso 

      (57), por lo contrario, la unidad material, y por esta razón el primero 

      representa la unidad como finita, y el segundo como infinita. Jenófanes 

      (58), fundador de estas doctrinas (porque según se dice, Parménides fue su 

      discípulo), no aclaró nada, ni al parecer dio explicaciones sobre la 

      naturaleza de ninguna de estas dos unidades; tan sólo al dirigir sus 

      miradas sobre el conjunto del cielo, ha dicho que la unidad es Dios. 

      Repito que, en el examen que nos ocupa, debemos, como ya hemos dicho, 

      prescindir de estos filósofos, por lo menos de los dos últimos, Jenófanes 

      y Meliso, cuyas concepciones son verdaderamente bastante groseras. Con 

      respecto a Parménides, parece que habla con un conocimiento más profundo 

      de las cosas. Persuadido de que fuera del ser, el no ser es nada, admite 

      que el ser es necesariamente uno, y que no hay ninguna otra cosa más que 

      el ser; cuestión que hemos tratado detenidamente en la Física (59). Pero 

      precisado a explicar las apariencias, a admitir la pluralidad que nos 

      suministra los sentidos, al mismo tiempo que la unidad concebida por la 

      razón, sienta, además del principio de la unidad, otras dos causas, otros 

      dos principios, lo caliente y lo frío, que son el fuego y la tierra. De 

      estos dos principios, atribuye el uno, lo caliente, al ser, y el otro, lo 

      frío, al no ser.

           He aquí los resultados de lo que hemos dicho, y lo que se puede 

      inferir de los sistemas de los primeros filósofos con relación a los 

      principios. Los más antiguos admiten un principio corporal, porque el agua 

      y el fuego y las cosas análogas son cuerpos; en los unos, este principio 

      corporal es único, y en los otros es múltiple; pero unos y otros lo 

      consideran desde el punto de vista de la materia. Algunos, además de esta 

      causa, admiten también la que produce el movimiento, causa única para los 

      unos, doble para los otros. Sin embargo, hasta que apareció la escuela 

      Itálica, los filósofos han expuesto muy poco sobre estos principios. Todo 

      lo que puede decirse de ellos, como ya hemos manifestado, es que se sirven 

      de dos causas, y que una de éstas, la del movimiento, se considera como 

      única por los unos, como doble por los otros.

           Los pitagóricos, ciertamente, han hablado también de dos principios. 

      Pero han añadido lo siguiente, que exclusivamente les pertenece. El 

      finito, el infinito y la unidad, no son, según ellos, naturalezas aparte, 

      como lo son el fuego o la tierra o cualquier otro elemento análogo, sino 

      que el infinito en sí y la unidad en sí son la sustancia misma de las 

      cosas, a las que se atribuye la unidad y la infinitud; y por consiguiente, 

      el número es la sustancia de todas las cosas (60). De esta manera se han 

      explicado sobre las causas de que nos ocupamos. También comenzaron a 

      ocuparse de la forma propia de las cosas y a definirla; pero en este punto 

      su doctrina es demasiado imperfecta. Definían superficialmente; y el 

      primer objeto a que convenía la definición dada, le consideraban como la 

      esencia de la cosa definida, como si, por ejemplo, se creyese que lo doble 

      y el número dos son una misma cosa, porque lo doble se encuentra desde 

      luego en el número dos. Y ciertamente, dos y lo doble, no son la misma 

      cosa en su esencia; porque entonces un ser único sería muchos seres, y 

      ésta es la consecuencia del sistema pitagórico.

           Tales son las ideas que pueden formarse de las doctrinas de los 

      filósofos más antiguos y de sus sucesores.




      - VI -

           A estas diversas filosofías siguió la de Platón (61) de acuerdo las 

      más veces con las doctrinas pitagóricas, pero que tiene también sus ideas 

      propias, en las que se separa de la escuela Itálica. Platón, desde su 

      juventud, se había familiarizado con Cratilo (62), su primer maestro, y 

      efecto de esta relación era partidario de la opinión de Heráclito, según 

      el que todos los objetos sensibles están en un flujo o cambio perpetuo, y 

      no hay ciencia posible de estos objetos.

           Más tarde conservó esta misma opinión. Por otra parte, discípulo de 

      Sócrates (63), cuyos trabajos no abrazaron ciertamente más que la moral y 

      de ninguna manera el conjunto de la naturaleza, pero que al tratar de la 

      moral, se propuso lo general como objeto de sus indagaciones, siendo el 

      primero que tuvo el pensamiento de dar definiciones, Platón, heredero de 

      su doctrina, habituado a la indagación de lo general, creyó que sus 

      definiciones debían recaer sobre otros seres que los seres sensibles, 

      porque ¿cómo dar una definición común de los objetos sensibles que mudan 

      continuamente? Estos seres los llamó Ideas (64), añadiendo que los objetos 

      sensibles están fuera de las ideas, y reciben de ellas su nombre, porque 

      en virtud de su participación en las ideas, todos los objetos de un mismo 

      género reciben el mismo nombre que las ideas. La única mudanza que 

      introdujo en la ciencia fue esta palabra, participación. Los pitagóricos 

      dicen, en efecto, que los seres existen a imitación de los números; Platón 

      que existen por participación en ellos. La diferencia es sólo de nombre. 

      En cuanto a indagar en qué consiste esta participación o esta imitación de 

      las ideas, es cosa de que no se ocuparon ni Platón ni los pitagóricos. 

      Además, entre los objetos sensibles y las ideas, Platón admite seres 

      intermedios, los seres matemáticos, distintos de los objetos sensibles, en 

      cuanto son eternos e inmóviles, y distintos de las ideas, en cuanto son 

      muchos de ellos semejantes, mientras que cada idea es la única de su 

      especie.

           Siendo las ideas causas de los demás seres, Platón consideró sus 

      elementos como los elementos de todos los seres. Desde el punto de vista 

      de la materia, los principios son lo grande y lo pequeño; desde el punto 

      de vista de la esencia, es la unidad. Porque en tanto que las ideas tienen 

      lo grande y lo pequeño por sustancia, y que por otra parte participan de 

      la unidad, las ideas son los números. Sobre esto de ser la unidad la 

      esencia por excelencia, y que ninguna otra cosa puede aspirar a este 

      título, Platón está de acuerdo con los pitagóricos, así como lo está 

      también en la de ser los números causas de la esencia de los otros seres. 

      Pero reemplazar por una díada (65) el infinito considerado como uno, y 

      constituir el infinito de lo grande y de lo pequeño, he aquí lo que le es 

      peculiar. Además coloca los números fuera de los objetos sensibles, 

      mientras que los pitagóricos pretenden que los números son los objetos 

      mismos, y no admiten los seres matemáticos como intermedios. Si, a 

      diferencia de los pitagóricos, Platón colocó de esta suerte la unidad y 

      los números fuera de las cosas e hizo intervenir las ideas, esto fue 

      debido a sus estudios sobre los caracteres distintos de los seres, porque 

      sus predecesores no conocían la Dialéctica. En cuanto a esta opinión, 

      según la que es una díada el otro principio de las cosas, procede de que 

      todos los números, a excepción de los impares, salen fácilmente de la 

      díada, como de una materia común. Sin embargo, es distinto lo que sucede 

      de como dice Platón, y su opinión no es razonable: porque hace una 

      multitud de cosas con esta díada considerada como materia, mientras que 

      una sola producción es debida a la idea. Pero en realidad, de una materia 

      única sólo puede salir una sola mesa, mientras que el que produce la idea, 

      la idea única, produce muchas mesas. Lo mismo puede decirse del macho con 

      relación a la hembra; ésta puede ser fecundada por una sola unión, 

      mientras que, por lo contrario, el macho fecunda muchas hembras. He aquí 

      una imagen del papel que desempeñan los principios de que se trata.

           Tal es la solución dada por Platón a la cuestión que nos ocupa; 

      resultando evidentemente de lo que precede, que sólo se ha servido de dos 

      causas: la esencia y la materia. En efecto, admite por una parte las 

      ideas, causas de la esencia de los demás objetos, y la unidad, causa de 

      las ideas; y por otra, una materia, una sustancia, a la que se aplican las 

      ideas para constituir los seres sensibles, y la unidad para constituir las 

      ideas. ¿Cuál es esta sustancia? Es la díada, lo grande y lo pequeño. 

      Colocó también en uno de estos dos elementos la causa del bien, y en el 

      otro la causa del mal; punto de vista que no ha sido más particularmente 

      objeto de indagaciones de algunos filósofos anteriores, como Empédocles y 

      Anaxágoras.




      - VII -

           Acabamos de ver breve y sumariamente qué filósofos han hablado de los 

      principios y de la verdad, y cuáles han sido sus sistemas. Este rápido 

      examen es suficiente, sin embargo, para hacer ver que ninguno de los que 

      han hablado de los principios y de las causas nos ha dicho nada que no 

      pueda reducirse a las causas que hemos consignado nosotros en la Física, 

      pero que todos, aunque oscuramente y cada uno por distinto rumbo, han 

      vislumbrado alguna de ellas.

           En efecto, unos hablan del principio material que suponen uno o 

      múltiple, corporal o incorporal. Tales son por ejemplo, lo grande y lo 

      pequeño de Platón, el infinito de la escuela Itálica, el fuego, la tierra, 

      el agua y el aire de Empédocles, la infinidad de las homeomerías de 

      Anaxágoras. Todos estos filósofos se refirieron evidentemente a este 

      principio, y con ellos todos aquellos que admiten como principio el aire, 

      el fuego, o el agua, o cualquiera otra cosa más densa que el fuego, pero 

      más sutil que el aire, porque tal es, según algunos, la naturaleza del 

      primer elemento (66). Estos filósofos sólo se han fijado en la causa 

      material. Otros han hecho indagaciones sobre la causa del movimiento: 

      aquellos, por ejemplo, que afirman como principios la Amistad y la 

      Discordia, o la Inteligencia o el Amor. En cuanto a la forma, en cuanto a 

      la esencia, ninguno de ellos ha tratado de ella de un modo claro y 

      preciso. Los que mejor lo han hecho son los que han recurrido a las ideas 

      y a los elementos de las ideas; porque no consideran las ideas y sus 

      elementos, ni como la materia de los objetos sensibles, ni como los 

      principios del movimiento. Las ideas, según ellos, son más bien causas de 

      inmovilidad y de inercia. Pero las ideas suministran a cada una de las 

      otras cosas su esencia, así como ellas la reciben de la unidad. En cuanto 

      a la causa final de los actos, de los cambios, de los movimientos, nos 

      hablan de alguna causa de este género, pero no le dan el mismo nombre que 

      nosotros ni dicen en qué consisten (67). Los que admiten como principios 

      la inteligencia o la amistad, dan a la verdad estos principios como una 

      cosa buena, pero no sostienen que sean la causa final de la existencia o 

      de la producción de ningún ser, y antes dicen, por lo contrario, que son 

      las causas de sus movimientos. De la misma manera, los que dan este mismo 

      carácter de principios a la unidad o al ser, los consideran como causas de 

      la sustancia de los seres, y de ninguna manera como aquello en vista de lo 

      cual existen y se producen las cosas. Y así dicen y no dicen, si puedo 

      expresarme así, que el bien es una causa; mas el bien que mencionan no es 

      el bien hablando en absoluto, sino accidentalmente.

           La exactitud de lo que hemos dicho sobre las causas, su número, su 

      naturaleza, está, pues, confirmada, al parecer, por el testimonio de todos 

      estos filósofos y hasta por su impotencia para encontrar algún otro 

      principio. Es evidente, además, que en la indagación de que vamos a 

      ocuparnos, debemos considerar los principios, o bajo todos estos puntos de 

      vista, o bajo alguno de ellos. Pero ¿cómo se ha expresado cada uno de 

      estos filósofos?; y, ¿cómo han resuelto las dificultades que se relacionan 

      con los principios? He aquí los puntos que vamos a examinar.




      - VIII -

           Todos los que suponen que el todo es uno, que no admiten más que un 

      solo principio, la materia, que dan a este principio una naturaleza 

      corporal y extensa, incurren evidentemente en una multitud de errores, 

      porque sólo reconocen los elementos de los cuerpos, y no los de los seres 

      incorporales; y sin embargo, hay seres incorporales, y después, aun cuando 

      quieran explicar las causas de la producción y destrucción, y construir un 

      sistema que abrace toda la naturaleza, suprimen la causa del movimiento. 

      Otro defecto consiste en no dar por causa en ningún caso ni la esencia, ni 

      la forma; así como el aceptar, sin suficiente examen, como principio de 

      los seres un cuerpo simple cualquiera, menos la tierra; el no reflexionar 

      sobre esta producción o este cambio, cuyas causas son los elementos; y por 

      último, no determinar cómo se opera la producción mutua de los elementos. 

      Tomemos, por ejemplo, el fuego, el agua, la tierra y el aire. Estos 

      elementos provienen los unos de los otros unos por vía de reunión y otros 

      por vía de separación. Esta distinción importa mucho para la cuestión de 

      la prioridad y de la posterioridad de los elementos. Desde el punto de 

      vista de la reunión, el elemento fundamental de todas las cosas parece ser 

      aquel del cual, considerado como principio, se forma la tierra por vía de 

      agregación, y este elemento deberá ser el más tenue y el más sutil de los 

      cuerpos. Los que admiten el fuego como principio son los que se conforman 

      principalmente con este pensamiento. Todos los demás filósofos reconocen 

      en igual forma, que tal debe ser el elemento de los cuerpos, y así ninguno 

      de los filósofos posteriores que admitieron un elemento único, consideró 

      la tierra como principio, a causa sin duda de la magnitud de sus partes, 

      mientras que cada uno de los demás elementos ha sido adoptado como 

      principio por alguno de aquellos. Unos dicen que es el fuego el principio 

      de las cosas, otros el agua, otros el aire. ¿Y por qué no admiten 

      igualmente, según la común opinión, como principio la tierra? Porque 

      generalmente se dice que la tierra es todo. El mismo Hesíodo dice que la 

      tierra es el más antiguo de todos los cuerpos (68); ¡tan antigua y popular 

      es esta creencia!

           Desde este punto de vista, ni los que admiten un principio distinto 

      del fuego, ni los que suponen el elemento primero más denso que el aire y 

      más sutil que el agua, podían por tanto estar en lo cierto. Pero si lo que 

      es posterior bajo la relación de la generación es anterior por su 

      naturaleza (y todo compuesto, toda mezcla, es posterior por la 

      generación), sucederá todo lo contrario; el agua será anterior al aire, y 

      la tierra al agua.

           Limitémonos a las observaciones que quedan consignadas con respecto a 

      los filósofos, que sólo han admitido un solo principio material. Mas son 

      también aplicables a los que admiten un número mayor de principios, como 

      Empédocles, por ejemplo, que reconoce cuatro cuerpos elementales, 

      pudiéndose decir de él todo lo dicho de estos sistemas. He aquí lo que es 

      peculiar de Empédocles.

           Nos presenta éste los elementos procediendo los unos de los otros, de 

      tal manera que el fuego y la tierra no permanecen siendo siempre el mismo 

      cuerpo. Este punto lo hemos tratado en la Física (69), así como la 

      cuestión de saber si deben admitirse una o dos causas del movimiento (70). 

      En nuestro juicio, la opinión de Empédocles no es, ni del todo exacta, ni 

      del todo irracional. Sin embargo, los que adoptan sus doctrinas, deben 

      desechar necesariamente todo tránsito de un estado a otro, porque lo 

      húmedo no podría proceder de lo caliente, ni lo caliente de lo húmedo, ni 

      el mismo Empédocles no dice cuál sería el objeto que hubiera de 

      experimentar estas modificaciones contrarias, ni cuál seria esa naturaleza 

      única que se haría agua y fuego.

           Podemos pensar que Anaxágoras admite dos elementos por razones que 

      ciertamente él no expuso, pero que si se le hubieran manifestado, 

      indudablemente habría aceptado. Porque bien que, en suma, sea absurdo 

      decir que en un principio todo estaba mezclado, puesto que para que se 

      verificara la mezcla, debió haber primero separación, puesto que es 

      natural que un elemento cualquiera se mezcle con otro elemento cualquiera, 

      y en fin, porque supuesta la mezcla primitiva, las modificaciones y los 

      accidentes se separarían de las sustancias, estando las mismas cosas 

      igualmente sujetas a la mezcla y a la separación; sin embargo, si nos 

      fijamos en las consecuencias, y si se precisa lo que Anaxágoras quiere 

      decir, se hallará, no tengo la menor duda, que su pensamiento no carece, 

      ni de sentido, ni de originalidad. En efecto, cuando nada estaba aún 

      separado, es evidente que nada de cierto se podría afirmar de la sustancia 

      primitiva. Quiero decir con esto, que la sustancia primitiva no sería 

      blanca, ni negra, ni parda, ni de ningún otro color; sería necesariamente 

      incolora, porque en otro caso tendría alguno de estos colores. Tampoco 

      tendría sabor por la misma razón, ni ninguna otra propiedad de este 

      género. Tampoco podía tener calidad, ni cantidad, ni nada que fuera 

      determinado, sin lo cual hubiese tenido alguna de las formas particulares 

      del ser; cosa imposible cuando todo está mezclado, y lo cual supone ya una 

      separación. Ahora bien, según Anaxágoras, todo está mezclado, excepto la 

      inteligencia; la inteligencia sólo existe pura y sin mezcla. Resulta de 

      aquí, que Anaxágoras admite como principios: primero, la unidad, por que 

      es lo que aparece puro y sin mezcla; y después otro elemento, lo 

      indeterminado antes de toda determinación, antes que haya recibido forma 

      alguna.

           A este sistema le falta verdaderamente claridad y precisión; sin 

      embargo, en el fondo del pensamiento de Anaxágoras hay algo que se 

      aproxima a las doctrinas posteriores, sobre todo a las de los filósofos de 

      nuestros días.

           Las únicas especulaciones familiares a los filósofos de que hemos 

      hablado, recaen sobre la producción, la destrucción y el movimiento [; 

      porque los principios y las causas, objeto de sensible]. Pero los que 

      extienden sus especulaciones a todas sus indagaciones, son casi 

      exclusivamente los de la sustancia, los seres, que admiten por una parte 

      seres sensibles y por otra seres no sensibles, estudian evidentemente 

      estas dos especies de seres. Por lo tanto, será conveniente detenerse más 

      en sus doctrinas y examinar lo que dicen de bueno o de malo, que se 

      refiera a nuestro asunto.

           Los que se llaman pitagóricos emplean los principios y los elementos 

      de una manera más extraña aún que los físicos, y esto procede de que toman 

      los principios fuera de los seres sensibles: los seres matemáticos están 

      privados de movimientos, a excepción de aquellos de que trata la 

      Astronomía. Ahora bien, todas sus indagaciones, todos sus sistemas, recaen 

      sobre los seres físicos. Explican la producción del cielo, y observan lo 

      que pasa en sus diversas partes, sus revoluciones y sus movimientos, y a 

      esto es a lo que aplican sus principios y sus causas, como si estuvieran 

      de acuerdo con los físicos para reconocer que el ser está reducido a lo 

      que es sensible, a lo que abraza nuestro cielo. Pero sus causas y sus 

      principios bastan, en nuestra opinión, para elevarse a la concepción de 

      los seres que están fuera del alcance de los sentidos; causas y principios 

      que podrían aplicarse mucho mejor a esto que las consideraciones físicas.

           ¿Pero cómo tendrá lugar el movimiento, si no hay otras sustancias que 

      lo finito y lo infinito, lo par y lo impar? Los pitagóricos nada dicen de 

      esto, ni explican tampoco cómo pueden operarse, sin movimiento y sin 

      cambio, la producción y la destrucción, o las revoluciones de los cuerpos 

      celestes. Supongamos por otra parte, que se les conceda o que resulte 

      demostrado que la extensión sale de sus principios; habrá aún que explicar 

      por qué ciertos cuerpos son ligeros, por qué otros son pesados. Porque 

      ellos declaran, y ésta es su pretensión, que todo lo que dicen de los 

      cuerpos matemáticos lo afirman de los cuerpos sensibles; y por esta razón 

      jamás han hablado del fuego, de la tierra, ni de los otros cuerpos 

      análogos, como si no tuvieran nada de particular que decir de los seres 

      sensibles.

           Además, ¿cómo concebir que las modificaciones del número y el número 

      mismo sean causas de lo que existe, de lo que se produce en el cielo en 

      todos tiempos y hoy, y que no haya, sin embargo, ningún otro número fuera 

      de este número que constituye el mundo? En efecto, cuando los pitagóricos 

      han colocado en tal parte del Universo la Opinión y la Oportunidad, y un 

      poco más arriba o más abajo la Injusticia, la Separación o la Mezcla, 

      diciendo para probar que es así, que cada una de estas cosas es un número 

      (71) y que en esta misma parte del Universo se encuentra ya una multitud 

      de magnitudes, puesto que cada punto particular del espacio está ocupado 

      por alguna magnitud, ¿el número que constituye el cielo es entonces lo 

      mismo que cada uno de estos números, o bien se necesita de otro número 

      además de aquél? (72). Platón dice que se necesita otro. Admite que todos 

      estos seres, lo mismo que sus causas, son igualmente números, pero las 

      causas son números inteligibles, mientras que los otros seres son números 

      sensibles.




      - IX -

           Dejemos ya a los pitagóricos, y respecto a ellos mantengámonos a lo 

      dicho. Pasemos ahora a ocuparnos de los que reconocen las ideas como 

      causas (73). Observemos por lo pronto, que al tratar de comprender las 

      causas de los seres que están sometidos a nuestros sentidos, han 

      introducido otros tantos seres, lo cual es como si uno, queriendo contar y 

      no teniendo más que un pequeño número de objetos, creyese la operación 

      imposible y aumentase el número para poder practicarla. Porque el número 

      de las ideas es casi tan grande o poco menos que el de los seres cuyas 

      causas intentan descubrir y de los cuales han partido para llegar a las 

      ideas. Cada cosa tiene su homónimo; no sólo la tienen las esencias, sino 

      también todo lo que es uno en la multiplicidad de los seres, sea entre las 

      cosas sensibles, sea entre las cosas eternas.

           Además, de todos los argumentos con que se intenta demostrar la 

      existencia de las ideas, ninguno prueba esta existencia. La conclusión de 

      algunos no es necesaria; y conforme a otros, debería haber ideas de cosas 

      respecto de las que no se admite que las haya. En efecto, según las 

      consideraciones tomadas de la ciencia, habrá ideas de todos los objetos de 

      que se tienen conocimiento, conforme al argumento de la unidad en la 

      pluralidad, habrá hasta negaciones; y, en tanto que se piensa en lo que ha 

      perecido, habrá también ideas de los objetos que han perecido, porque 

      podemos formarnos de ellos una imagen. Por otra parte, los razonamientos 

      más rigurosos conducen ya a admitir las ideas de lo que es relativo y no 

      se admite que lo relativo sea un género en sí; o ya a la hipótesis del 

      tercer hombre (74). Por último, la demostración de la existencia de las 

      ideas destruye lo que los partidarios de las ideas tienen más interés en 

      sostener, que la misma existencia de las ideas. Porque resulta de aquí que 

      no es la díada lo primero, sino el número; que lo relativo es anterior al 

      ser en sí; y todas las contradicciones respecto de sus propios principios 

      en que han incurrido los partidarios de la doctrina de las ideas.

           Ademas, conforme a la hipótesis de la existencia de las ideas, habrá 

      ideas, no sólo de las esencias, sino de muchas otras cosas; porque hay 

      unidad de pensamiento, no sólo con relación a la esencia, sino también con 

      relación a toda especie de ser; las ciencias no recaen únicamente sobre la 

      esencia, recaen también sobre otras cosas; y pueden sacarse otras mil 

      consecuencias de este género. Mas, por otra parte, es necesario, y así 

      resulta de las opiniones recibidas sobre las ideas; es necesario, repito, 

      que si hay participación de los seres en las ideas, haya ideas sólo de las 

      esencias, porque no se tiene participación en ellas mediante el accidente; 

      no debe haber participación de parte de un ser con las ideas, sino en 

      tanto que este ser es un atributo de un sujeto. Y así, si una cosa 

      participase de lo doble en sí, participaría al mismo tiempo de la 

      eternidad; pero sólo sería por accidente, porque sólo accidentalmente lo 

      doble es eterno. Luego no hay ideas sino de la esencia. Luego idea 

      significa esencia en este mundo y en el mundo de las ideas; ¿de otra 

      manera qué significaría esta proposición: la unidad en la pluralidad (75) 

      es algo que está fuera de los objetos sensibles? (76). Y si las ideas son 

      del mismo género que las cosas que participan de ellas, habrá entre las 

      ideas y las cosas alguna relación común. ¿Por qué ha de haber entre las 

      díadas perecederas y las díadas también varias, pero eternas (77), unidad 

      e identidad del carácter constitutivo de la díada, más bien que entre la 

      díada ideal y la díada particular? (78). Si no hay comunidad de género, no 

      habrá entre ellas más de común que el nombre; y será como si se diese el 

      nombre de hombre a Calias y a un trozo de madera, sin haber relación entre 

      ellos.

           Una de las mayores cuestiones de difícil resolución sería demostrar 

      para qué sirven las ideas a los seres sensibles eternos, o a los que nacen 

      y perecen. Porque las ideas no son, respecto de ellos, causas de 

      movimiento, ni de ningún cambio; ni prestan auxilio alguno para el 

      conocimiento de los demás seres, porque no son su esencia, pues en tal 

      caso estarían en ellos. Tampoco son su causa de existencia, puesto que no 

      se encuentran en los objetos que participan de las ideas. Quizá se dirá 

      que son causas de la misma manera que la blancura es causa del objeto 

      blanco, en el cual se da mezclada. Esta opinión, que tiene su origen en 

      las doctrinas de Anaxágoras y que ha sido adoptada por Eudoxio (79) y por 

      algunos otros, carece verdaderamente de todo fundamento, y sería fácil 

      acumular contra ella una multitud de objeciones insolubles. Por otra 

      parte, los demás objetos no pueden provenir de las ideas en ninguno de los 

      sentidos en que les entiende de ordinario esta expresión (80). Decir que 

      las ideas son ejemplares, y que las demás cosas participan de ellas, es 

      pagarse de palabras vacías de sentido y hacer metáforas poéticas. El que 

      trabaja en su obra, ¿tiene necesidad para ello de tener los ojos puestos 

      en las ideas? Puede suceder que exista o que se produzca un ser semejante 

      a otro, sin haber sido modelado por este otro; y así, que Sócrates exista 

      o no, podría nacer un hombre como Sócrates. Esto no es menos evidente, aun 

      cuando se admitiese un Sócrates eterno. Habría por otra parte muchos 

      modelos del mismo ser y, por consiguiente, muchas ideas; respecto del 

      hombre, por ejemplo, habría a la vez la de animal, la de bípedo y la de 

      hombre en sí.

           Además, las ideas no serán sólo modelos de los seres sensibles, sino 

      que serán también modelos de sí mismas; tal será el género en tanto que 

      género de ideas; de suerte que la misma cosa será a la vez modelo y copia 

      (81). Y puesto que es imposible, al parecer, que la esencia se separe de 

      aquello de que ella es esencia, ¿cómo en este caso las ideas que son la 

      esencia de las cosas podrían estar separadas de ellas? Se dice en el 

      Fedón, que las ideas son las causas del ser y del devenir o llegar a ser 

      (82), y sin embargo, aun admitiendo las ideas, los seres que de ellas 

      participan no se producen si no hay un motor. Vemos, por el contrario, 

      producirse muchos objetos, de los que no se dice que haya ideas; como una 

      casa, un anillo, y es evidente que las demás cosas pueden ser o hacerse 

      por causas análogas a la de los objetos en cuestión.

           Asimismo, si las ideas son números, ¿cómo podrán estos números ser 

      causa? ¿Es porque los seres son otros números, por ejemplo, tal número el 

      hombre, tal otro Sócrates, tal otro Calias? ¿Por qué los unos son causa de 

      los otros? Pues con suponer a los unos eternos y a los otros no, no se 

      adelantará nada. Si se dice que los objetos sensibles no son más que 

      relaciones de números, como lo es, por ejemplo, una armonía, es claro que 

      habrá algo de que serán ellos la relación. Este algo es la materia. De 

      aquí resulta evidentemente que los números mismos no serán más que 

      relaciones de los objetos entre sí. Por ejemplo, supongamos que Calias sea 

      una relación en números de fuego, agua, tierra y aire; entonces el hombre 

      en sí se compondría, además del número, de ciertas sustancias, y en tal 

      caso la idea número, el hombre ideal, sea o no un número determinado, será 

      una relación numérica de ciertos objetos, y no un puro número y, por 

      consiguiente, no es el número el que constituirá el ser particular.

           Es claro que de la reunión de muchos números resulta un número; pero 

      ¿cómo muchas ideas pueden formar una sola idea? Si no son las ideas 

      mismas, si son las unidades numéricas comprendidas bajo las ideas las que 

      constituyen la suma, y si esta suma es un número en el género de la 

      miríada, ¿qué papel desempeñan entonces las unidades? Si son semejantes, 

      resultan de aquí numerosos absurdos; si no son semejantes, no serán todas, 

      ni las mismas, ni diferentes entre sí. Porque ¿en qué diferirán no 

      teniendo ningún modo particular? Estas suposiciones ni son razonables, ni 

      están de acuerdo con el concepto mismo de la unidad.

           Además, será preciso introducir necesariamente otra especie de 

      número, objeto de la aritmética, y todos esos intermedios de que hablan 

      algunos filósofos. ¿En qué consisten estos intermedios, y de qué 

      principios se derivan? Y, por último, ¿para qué estos intermediarios entre 

      los seres sensibles y las ideas? Además, las unidades que entran en cada 

      díada procederán de una díada anterior, y esto es imposible. Luego ¿por 

      qué el número compuesto es uno? Pero aún hay más: si las unidades son 

      diferentes, será preciso que se expliquen como lo hacen los que admiten 

      dos o cuatro elementos; los cuales dan por elemento, no lo que hay de 

      común en todos los seres, el cuerpo, por ejemplo, sino el fuego o la 

      tierra, sea o no el cuerpo algo de común entre los seres. Aquí sucede lo 

      contrario; se hace de la unidad un ser compuesto de partes homogéneas, 

      como el agua o el fuego. Y si así sucede, los números no serán esencias. 

      Por lo demás, es evidente que si hay una unidad en sí, y si esta unidad es 

      principio, la unidad debe tomarse en muchas acepciones; de otra manera, 

      iríamos a parar a cosas imposibles.

           Con el fin de reducir todos los seres a estos principios, se componen 

      las longitudes de lo largo y de lo corto, de una especie de pequeño y de 

      grande; la superficie de una especie de ancho y de estrecho; y el cuerpo 

      de una especie de profundo y de no profundo. Pero en este caso, ¿cómo el 

      plano contendrá la línea, o cómo el sólido contendrá la línea y el plano? 

      Porque lo ancho y lo estrecho difieren en cuanto género de lo profundo y 

      de su contrario. Y así como el número se encuentra en estas cosas, porque 

      el más y el menos difieren de los principios que acabamos de asentar, es 

      igualmente evidente que de estas diversas especies, las que son anteriores 

      no se encontrarán en las que son posteriores (83). Y no se diga que lo 

      profundo es una especie de ancho, porque entonces el cuerpo sería una 

      especie de plano. Por otra parte, ¿los puntos de dónde han de proceder? 

      Platón combatió la existencia del punto, suponiendo que es una concepción 

      geométrica. Le daba el nombre de principio de la línea, siendo los puntos 

      estas líneas indivisibles de que hablaba muchas veces. Sin embargo, es 

      preciso que la línea tenga límites, y las mismas razones que prueban la 

      existencia de la línea, prueban igualmente la del punto.

           En una palabra, es el fin propio de la filosofía el indagar las 

      causas de los fenómenos, y precisamente es esto mismo lo que se 

      desatiende. Porque nada se dice de la causa que es origen del cambio, y 

      para explicar la esencia de los seres sensibles se recurre a otras 

      esencias; ¿pero son las unas esencias de las otras? A esto sólo se 

      contesta con vanas palabras. Porque participar, como hemos dicho más 

      arriba, no significa nada. En cuanto a esta causa, que en nuestro juicio 

      es el principio de todas las ciencias, principio en cuya virtud obra toda 

      inteligencia, toda naturaleza, esta causa que colocamos entre los primeros 

      principios, las ideas de ninguna manera la alcanzan. Pero las matemáticas 

      se han convertido hoy en filosofía, son toda la filosofía, por más que se 

      diga que su estudio no debe hacerse sino en vista de otras cosas (84). 

      Además, lo que los matemáticos admiten como sustancia de los seres podría 

      considerarse como una sustancia puramente matemática, como un atributo, 

      una diferencia de la sustancia, o de la materia, más bien que como la 

      materia misma. He aquí a lo que viene a parar lo grande y lo pequeño. A 

      esto viene también a reducirse la opinión de los físicos de que lo raro y 

      lo denso son las primeras diferencias del objeto. Esto no es, en efecto, 

      otra cosa que lo más y lo menos (85). Y en cuanto al movimiento, si el más 

      y el menos lo constituyen, es claro que las ideas estarán en movimiento; 

      si no es así, ¿de dónde ha venido el movimiento? Suponer la inmovilidad de 

      las ideas equivale a suprimir todo estudio de la naturaleza (86).

           Una cosa que parece más fácil demostrar es que todo es uno; y sin 

      embargo, esta doctrina no lo consigue. Porque resulta de la explicación, 

      no que todo es uno, sino que la unidad en sí es todo, siempre que se 

      conceda que es todo; y esto no se puede conceder, a no ser que se 

      reconozca la existencia del género universal, lo cual es imposible 

      respecto de ciertas cosas.

           Tampoco en este sistema se puede explicar lo que viene después del 

      número, como las longitudes, los planos, los sólidos; no se dice cómo 

      estas cosas son y se hacen, ni cuales son sus propiedades. Porque no 

      pueden ser ideas; no son números; no son seres intermedios; este carácter 

      pertenece a los seres matemáticos. Tampoco son seres perecederos. Es 

      preciso admitir que es una cuarta especie de seres.

           Finalmente, indagar en conjunto los elementos de los seres sin 

      establecer distinciones, cuando la palabra elemento se toma en tan 

      diversas acepciones (87), es ponerse en la imposibilidad de encontrarlos, 

      sobre todo, si se plantea de esta manera la cuestión: ¿cuáles son los 

      elementos constitutivos? Porque seguramente no pueden encontrarse así los 

      principios de la acción, de la pasión, de la dirección rectilínea; y sí 

      pueden encontrase los principios sólo respecto de las esencias. De suerte 

      que buscar los elementos de todos los seres o imaginarse que se han 

      encontrado, es una verdadera locura. Además ¿cómo pueden averiguarse los 

      elementos de todas las cosas? Evidentemente, para esto sería preciso no 

      poseer ningún conocimiento anterior. El que aprende la geometría, tiene 

      necesariamente conocimientos previos, pero nada sabe de antemano de los 

      objetos de la geometría y de lo que se trata de aprender. Las demás 

      ciencias se encuentran en el mismo caso. Por consiguiente, si como se 

      pretende, hay una ciencia de todas las cosas, se abordará esta ciencia sin 

      poseer ningún conocimiento previo. Porque toda ciencia se adquiere con el 

      auxilio de conocimientos previos (88), totales y parciales, ya proceda por 

      vía de demostración, ya por definiciones; porque es preciso conocer antes, 

      y conocer bien, los elementos de la definición. Lo mismo sucede con la 

      ciencia inductiva (89). De otro lado, si la ciencia de que hablamos fuese 

      innata en nosotros, sería cosa sorprendente que el hombre, sin advertirlo, 

      poseyese la más excelente de las ciencias.

           Además ¿cómo conocer cuáles son los elementos de todas las cosas, y 

      llegar sobre este punto a la certidumbre? Porque esta es otra dificultad. 

      Se discutirá sobre los verdaderos elementos, como se discute con motivo de 

      ciertas sílabas. Y así, unos dicen que la sílaba xa se compone de c, de s 

      y de a; otros pretenden que en ella entra otro sonido distinto de todos 

      los que se conocen como elementos (90). En fin, en las cosas que son 

      percibidas por los sentidos, ¿el que esté privado de la facultad de 

      sentir, las podrá percibir? Debería, sin embargo, conocerlas, si las ideas 

      son los elementos constitutivos de todas las cosas, de la misma manera que 

      los sonidos simples son los elementos de los sonidos compuestos.




      - X -

           Resulta evidente de lo que precede, que las indagaciones de todos los 

      filósofos recaen sobre los principios que hemos enumerado en la Física, y 

      que no hay otros fuera de éstos. Pero estos principios han sido indicados 

      de una manera oscura, y podemos decir que, en un sentido, se ha hablado de 

      todos ellos antes que nosotros, y en otro, que no se ha hablado de 

      ninguno. Porque la filosofía de los primeros tiempos, joven aún y en su 

      primer arranque, se limita a hacer tanteos sobre todas las cosas. 

      Empédocles, por ejemplo, dice que lo que constituye los huesos es la 

      proporción (91). Ahora bien, este es uno de nuestros principios, la forma 

      propia, la esencia de cada objeto. Pero es preciso que la proporción sea 

      igualmente el principio esencial de la carne y de todo lo demás (92); o si 

      no, no es principio de nada (93). La proporción es la que constituirá la 

      carne, el hueso y cada uno de los demás objetos; no será la materia, no 

      serán estos elementos de Empédocles, el fuego, la tierra, el agua y el 

      aire. Empédocles se hubiera convencido ante estas razones, si se le 

      hubieran propuesto; pero él por sí no ha puesto en claro su pensamiento.

           Hemos expuesto más arriba la insuficiencia de la aplicación de los 

      principios que han hecho nuestros predecesores. Pasemos ahora a examinar 

      las dificultades que pueden ocurrir relativamente a los principios mismos. 

      Éste será un medio de facilitar la solución de las que puedan presentarse.





      Libro segundo

      I. El estudio de la verdad es en parte fácil y en parte difícil. 

      Diferencia que hay entre la filosofía y las ciencias prácticas: aquélla 

      tiene principalmente por objeto las causas. -II. Hay un principio simple y 

      no una serie de causas que se prolongue hasta el infinito. -III. Método. 

      No debe aplicarse el mismo método a todas las ciencias. La física no 

      consiente la sutileza matemática. Condiciones preliminares del estudio de 

      la naturaleza.




      - I -

           La ciencia, que tiene por objeto la verdad, es difícil desde un punto 

      de vista y fácil desde otro. Lo prueba la imposibilidad que hay de 

      alcanzar la completa verdad y la imposibilidad de que se oculte por 

      entero. Cada filósofo explica algún secreto de la naturaleza. Lo que cada 

      cual en particular añade al conocimiento de la verdad no es nada, sin 

      duda, o es muy poca cosa, pero la reunión de todas las ideas presenta 

      importantes resultados. De suerte que en este caso sucede a nuestro 

      parecer como cuando decimos con el proverbio (94); ¿quién no clava la 

      flecha en una puerta? Considerada de esta manera, esta ciencia es cosa 

      fácil. Pero la imposibilidad de una posesión completa de la verdad en su 

      conjunto y en sus partes, prueba todo lo difícil que es la indagación de 

      que se trata. Esta dificultad es doble. Sin embargo, quizá la causa de ser 

      así no está en las cosas, sino en nosotros mismos. En efecto, lo mismo que 

      a los ojos de los murciélagos ofusca la luz del día, lo mismo a la 

      inteligencia de nuestra alma ofuscan las cosas que tienen en sí mismas la 

      más brillante evidencia.

           Es justo, por tanto, mostrarse reconocidos, no sólo respecto de 

      aquellos cuyas opiniones compartimos, sino también de los que han tratado 

      las cuestiones de una manera un poco superficial, porque también éstos han 

      contribuido por su parte. Estos han preparado con sus trabajos el estado 

      actual de la ciencia. Si Timoteo (95) no hubiera existido, no habríamos 

      disfrutado de estas preciosas melodías, pero si no hubiera habido un 

      Frinis (96) no habría existido Timoteo. Lo mismo sucede con los que han 

      expuesto sus ideas sobre la verdad. Nosotros hemos adoptado algunas de las 

      opiniones de muchos filósofos, pero los anteriores filósofos han sido 

      causa de la existencia de éstos.

           En fin, con mucha razón se llama a la filosofía la ciencia teórica de 

      la verdad. En efecto, el fin de la especulación es la verdad, el de la 

      práctica es la mano de obra; y los prácticos, cuando consideran el porqué 

      de las cosas, no examinan la causa en sí misma, sino con relación a un fin 

      particular y para un interés presente. Ahora bien, nosotros no conocemos 

      lo verdadero, si no sabemos la causa (97). Además, una cosa es verdadera 

      por excelencia cuando las demás cosas toman de ella lo que tienen de 

      verdad, y de esta manera el fuego es caliente por excelencia, porque es la 

      causa del calor de los demás seres. En igual forma, la cosa, que es la 

      causa de la verdad en los seres que se derivan de esta cosa, es igualmente 

      la verdad por excelencia. Por esta razón los principios de los seres 

      eternos son sólo necesariamente la eterna verdad. Porque no son sólo en 

      tal o cual circunstancia estos principios verdaderos, ni hay nada que sea 

      la causa de su verdad; sino que, por lo contrario, son ellos mismos causa 

      de la verdad de las demás cosas. De manera que tal es la dignidad de cada 

      cosa en el orden del ser, tal es su dignidad en el orden de la verdad.




      - II -

           Es evidente que existe un primer principio y que no existe ni una 

      serie infinita de causas, ni una infinidad de especies de causas. Y así, 

      desde el punto de vista de la materia, es imposible que haya producción 

      hasta el infinito; que la carne, por ejemplo procede de la tierra, la 

      tierra del aire, el aire del fuego, sin que esta cadena se acabe nunca. Lo 

      mismo debe entenderse del principio del movimiento; no puede decirse que 

      el hombre ha sido puesto en movimiento por el aire, el aire por el Sol, el 

      Sol por la discordia, y así hasta el infinito. En igual forma, respecto a 

      la causa final, no puede irse hasta el infinito y decirse que el paseo 

      existe en vista de la salud, la salud en vista del bienestar, el bienestar 

      en vista de otra cosa, y que toda cosa existe siempre en vista de otra 

      cosa. Y, por último, lo mismo puede decirse respecto a la causa esencial.

           Toda cosa intermedia es precedida y seguida de otra, y la que precede 

      es necesariamente causa de la que sigue. Si con respecto a tres cosas, se 

      nos preguntase cuál es la causa, diríamos que la primera. Porque no puede 

      ser la última, puesto que lo que está al fin no es causa de nada. Tampoco 

      puede ser la intermedia, porque sólo puede ser causa de una sola cosa. 

      Poco importa, además, que lo que es intermedio sea uno o muchos, infinito 

      o finito. Porque todas las partes de esta infinitud de causas, y en 

      general todas las partes del infinito, si partís del hecho actual para 

      ascender de causa en causa, no son igualmente más que intermedios. De 

      suerte que si no hay algo que sea primero, no hay absolutamente causa. 

      Pero si, al ascender, es preciso llegar a un principio, no se puede en 

      manera alguna, descendiendo, ir hasta el infinito, y decir, por ejemplo, 

      que el fuego produce el agua, el agua la tierra, y que la cadena de la 

      producción de los seres se continúa así sin cesar y sin fin. En efecto, 

      decir que esto sucede a aquello, significa dos cosas; o bien una sucesión 

      simple, como el que a los juegos Ístmicos siguen los juegos Olímpicos, o 

      bien una relación de otro género, como cuando se dice que el hombre, por 

      efecto de un cambio, viene del niño, y el aire del agua. Y he aquí en qué 

      sentido entendemos que el hombre viene del niño; en el mismo que dijimos, 

      que lo que ha devenido o se ha hecho, ha sido producido por lo que devenía 

      o se hacía; o bien, que lo que es perfecto ha sido producido por el ser 

      que se perfeccionaba, porque lo mismo que entre el ser y el no ser hay 

      siempre el devenir, en igual forma, entre lo que no existía y lo que 

      existe, hay lo que deviene. Y así, el que estudia, deviene o se hace 

      sabio, y esto es lo que se quiere expresar cuando se dice, que de aprendiz 

      que era, deviene o se hace maestro. En cuanto al otro ejemplo: el aire 

      viene del agua, en este caso uno de los dos elementos perece en la 

      producción del otro. Y así, en el caso anterior no hay retroceso de lo que 

      es producido a lo que ha producido; el hombre no deviene o se hace niño, 

      porque lo que es producido no lo es por la producción misma, sino que 

      viene después de la producción. Lo mismo acontece en la sucesión simple; 

      el día viene de la aurora únicamente, porque la sucede; pero por esta 

      misma razón la aurora no viene del día. En la otra especie de producción 

      pasa todo lo contrario; hay retroceso de uno de los elementos al otro. 

      Pero en ambos casos es imposible ir hasta el infinito. En el primero, es 

      preciso que los intermedios tengan un fin; en el último, hay un retroceso 

      perpetuo de un elemento a otro, pues la destrucción del uno es la 

      producción del otro. Es imposible que el elemento primero, si es eterno, 

      perezca, como en tal caso sería preciso que sucediera. Porque si 

      remontando de causa en causa, la cadena de la producción no es infinita, 

      es de toda necesidad que el elemento primero que al parecer ha producido 

      alguna cosa, no sea eterno. Ahora bien, esto es imposible.

           Aún hay más: la causa final es un fin. Por causa final se entiende lo 

      que no se hace en vista de otra causa, sino, por lo contrario, aquello en 

      vista de lo que se hace otra cosa. De suerte que si hay una cosa que sea 

      el último término, no habrá producción infinita; si nada de esto se 

      verifica, no hay causa final. Los que admiten la producción hasta el 

      infinito, no ven que suprimen por este medio el bien. Porque ¿hay nadie 

      que quiera emprender nada, sin proponerse llegar a un término? (98). Esto 

      sólo le ocurría a un insensato. El hombre racional obra siempre en vista 

      de alguna cosa, y esta mira es un fin, porque el objeto que se propone es 

      un fin. Tampoco se puede indefinidamente referir una esencia a otra 

      esencia. Es preciso pararse. La esencia que precede es siempre más esencia 

      que la que sigue, pero si lo que precede no lo es, con más razón aún no lo 

      es la que sigue (99).

           Más aún; un sistema semejante hace imposible todo conocimiento. No se 

      puede saber, y es imposible conocer, antes de llegar a lo que es simple, a 

      lo que es indivisible. Porque ¿cómo pensar en esta infinidad de seres de 

      que se nos habla? Aquí no sucede lo que con la línea, cuyas divisiones no 

      acaban; el pensamiento tiene necesidad de puntos de parada. Y así, si 

      recorréis esta línea que se divide hasta el infinito, no podéis contar 

      todas las divisiones. Añádase a esto, que sólo concebimos la materia como 

      objeto en movimiento. Mas ninguno de estos objetos está señalado con el 

      carácter del infinito. Si estos objetos son realmente infinitos, el 

      carácter propio del infinito no es el infinito (100).

           Y aun cuando sólo se dijese que hay un número infinito de especies y 

      de causas, el conocimiento sería todavía imposible. Nosotros creemos saber 

      cuándo conocemos las causas; y no es posible que en un tiempo finito 

      podamos recorrer una serie infinita.




      - III -

           Los que escuchan a otro están sometidos al influjo del hábito. 

      Gustamos que se emplee un lenguaje conforme al que nos es familiar. Sin 

      esto las cosas no nos parecen ya lo que nos parecen; se nos figura que las 

      conocemos menos, y nos son más extrañas. Lo que nos es habitual, nos es, 

      en efecto, mejor conocido. Una cosa que prueba bien cuál es la fuerza del 

      hábito es lo que sucede con las leyes, en las que las fábulas y las 

      puerilidades tienen, por efecto del hábito, más cabida que tendría la 

      verdad misma (101).

           Hay hombres que no admiten más demostraciones que las de las 

      matemáticas; otros no quieren más que ejemplos (102); otros no encuentran 

      mal que se invoque el testimonio de los poetas. Los hay, por último, que 

      exigen que todo sea rigurosamente demostrado; mientras que otros 

      encuentran este rigor insoportable, ya porque no pueden seguir la serie 

      encadenada de las demostraciones, ya porque piensan que es perderse en 

      futilidades (103). Hay, en efecto, algo de esto en la afectación del 

      rigorismo en la ciencia. Así es que algunos consideran indigno que el 

      hombre libre lo emplee, no sólo en la conversación, sino también en la 

      discusión filosófica.

           Es preciso, por lo tanto, que sepamos ante todo qué suerte de 

      demostración conviene a cada objeto particular; porque sería un absurdo 

      confundir y mezclar la indagación de la ciencia y la del método: dos cosas 

      cuya adquisición presenta grandes dificultades. No debe exigirse rigor 

      matemático en todo, sino tan sólo cuando se trata de objetos inmateriales. 

      Y así, el método matemático no es el de los físicos; porque la materia es 

      probablemente el fondo de toda la naturaleza. Ellos tienen, por lo mismo, 

      que examinar ante todo lo que es la naturaleza. De esta manera verán 

      claramente cuál es el objeto de la física, y si el estudio de las causas y 

      de los principios de la naturaleza es patrimonio de una ciencia única o de 

      muchas ciencias.




      Libro tercero

      I. Antes de emprender el estudio de una ciencia es preciso determinar qué 

      cuestiones, qué dificultades va a ser preciso resolver. Utilidad de este 

      reconocimiento. -II. Solución de la primera cuestión que se presenta: ¿el 

      estudio de todo género de causas toca a una sola ciencia o a muchas 

      ciencias? -III. Los géneros, ¿pueden ser considerados como elementos y 

      como principios? Respuesta negativa. -IV. ¿Cómo puede la ciencia abrazar a 

      la vez el estudio de todos los seres particulares, de cosas infinitas? 

      Otras dificultades que se relacionan con ésta. -V. Los números y los seres 

      matemáticos, a saber: los sólidos, las superficies, las líneas y los 

      puntos, ¿pueden ser elementos? -VI. ¿Por qué el filósofo debe estudiar 

      otros seres que los sensibles? ¿Los elementos existen en potencia o en 

      acto? ¿Los principios son universales o particulares?




      - I -

           Consultado el interés de la ciencia que tratamos de cultivar, es 

      preciso comenzar por exponer las dificultades que tenemos que resolver 

      desde el principio. Estas dificultades son, además de las opiniones 

      contradictorias de los diversos filósofos sobre los mismos objetos, todos 

      los puntos oscuros que hayan podido dejar ellos de aclarar. Si se quiere 

      llegar a una solución verdadera, es útil dejar desde luego allanadas estas 

      dificultades. Porque la solución verdadera a que se llega después, no es 

      otra cosa que la aclaración de estas dificultades, pues es imposible 

      desatar un nudo si no se sabe la manera de hacerlo. Esto es evidente, 

      sobre todo respecto a las dificultades y dudas del pensamiento. Dudar en 

      este caso es hallarse en el estado del hombre encadenado y, como a éste, 

      no es posible a aquél caminar adelante. Necesitamos comenzar examinando 

      todas las dificultades por esta razón, y porque indagar, sin haberlas 

      planteado antes, es parecerse a los que marchan sin saber el punto a que 

      han de dirigirse, es exponerse a no reconocer si se ha descubierto o no lo 

      que se buscaba. En efecto, en tal caso no hay un fin determinado, cuando, 

      por lo contrario, le hay, y muy señalado, para aquel que ha comenzado por 

      fijar las dificultades. Por último, necesariamente se debe estar en mejor 

      situación para juzgar, cuando se ha oído a las partes, que son contrarias 

      en cierto modo, todas las razones opuestas (104).

           La primera dificultad es la que nos hemos propuesto ya en la 

      introducción (105). ¿El estudio de las causas pertenece a una sola ciencia 

      o a muchas, y la ciencia debe ocuparse sólo de los primeros principios de 

      los seres, o bien debe abrazar también los principios generales de la 

      demostración, como estos: es posible o no afirmar y negar al mismo tiempo 

      una sola y misma cosa, y todos los demás de este género? Y si no se ocupa 

      más que de los principios de los seres, ¿hay una sola ciencia o muchas 

      para el estudio de todos estos principios? Y si hay muchas, ¿hay entre 

      todas ellas alguna afinidad, o deben las unas ser consideradas como 

      filosóficas y las otras no?

           También es indispensable indagar, si deben reconocerse sólo 

      sustancias sensibles, o si hay otras además de éstas. ¿Hay una sola 

      especie de sustancias o hay muchas? De esta última opinión son, por 

      ejemplo, los que admiten las ideas, y las sustancias matemáticas 

      intermedias entre las ideas y los objetos sensibles. Éstas, decimos, son 

      las dificultades que es preciso examinar, y además la siguiente: ¿nuestro 

      estudio abraza sólo las esencias o se extiende igualmente a los accidentes 

      esenciales de las sustancias?

           Además ¿a qué ciencia corresponde ocuparse de la identidad y de la 

      heterogeneidad, de la semejanza y de la desemejanza, de la identidad y de 

      la contrariedad, de la anterioridad y de la posteridad, y de otros 

      principios de este género de que se sirven los dialécticos, los cuales 

      sólo razonan sobre lo probable? Después ¿cuáles son los accidentes propios 

      de cada una de estas cosas? Y no sólo debe indagarse lo que es cada una de 

      ellas, sino también si son opuestas entre sí (106). ¿Son los géneros los 

      principios y los elementos? ¿Lo son las partes intrínsecas de cada ser? Y 

      si son los géneros, ¿son los más próximos a los individuos, o los géneros 

      más elevados? ¿Es, por ejemplo, el animal, o más bien el hombre, el que es 

      principio, siéndolo el género más bien que el individuo? Otra cuestión no 

      menos digna de ser estudiada y profundizada, es la siguiente: fuera de la 

      sustancia, ¿hay o no hay alguna cosa que sea causa en sí? ¿Y esta cosa es 

      o no independiente, es una o múltiple? ¿Está o no fuera del conjunto (y 

      por conjunto entiendo aquí la sustancia con sus atributos), fuera de unos 

      individuos y no de otros? ¿Cuáles son en este caso los seres fuera de los 

      cuales existe?

           Luego ¿los principios, ya formales, ya sustanciales, son 

      numéricamente distintos, o reducibles a géneros? (107). ¿Los principios de 

      los seres perecederos y los de los seres imperecederos son los mismos o 

      diferentes, son todos imperecederos, o son los principios perecederos 

      también perecederos? Además, y esta es de los seres per mayor dificultad y 

      la más embarazosa, ¿la unidad y el ser constituyen la sustancia de los 

      seres, como pretendían los pitagóricos y Platón, o acaso hay algo que le 

      sirva de sujeto, de sustancia, como la Amistad de Empédocles, como el 

      fuego, el agua, el aire de éste o aquél filósofo? ¿Los principios son 

      relativos a lo general, o a las cosas particulares? ¿Existen en potencia o 

      en acto? ¿Están en movimiento o de otra manera? (108). Todas éstas son 

      graves dificultades.

           Además, ¿los números, las longitudes, las figuras, los puntos, son o 

      no sustancias, y si son sustancias, son independientes de los objetos 

      sensibles, o existen en estos objetos? Sobre todos estos puntos no sólo es 

      difícil alcanzar la verdad por medio de una buena solución, sino que ni 

      siquiera es fácil presentar con claridad las dificultades.




      - II -

           En primer lugar, ya preguntamos al principio: ¿pertenece a una sola 

      ciencia o a muchas examinar todas las especies de causas? (109). Pero 

      ¿cómo ha de pertenecer a una sola ciencia conocer de principios que no son 

      contrarios los unos a los otros? (110). Y además, hay numerosos objetos, 

      en los que estos principios no se encuentran todos reunidos. Así, por 

      ejemplo, ¿sería posible indagar la causa del movimiento o el principio del 

      bien en lo que es inmóvil? En efecto, todo lo que es en sí y por su 

      naturaleza bien, es un fin, y por esto mismo es una causa, puesto que, en 

      vista de este bien, se producen y existen las demás cosas. Un fin, sólo 

      por ser fin, es necesariamente objeto de alguna acción, pero no hay acción 

      sin movimiento, de suerte que en las cosas inmóviles no se puede admitir 

      ni la existencia de este principio del movimiento, ni la del bien en sí. 

      De aquí resulta que nada se demuestra en las ciencias matemáticas por 

      medio de la causa del movimiento. Tampoco se ocupan de lo que es mejor y 

      de lo que es peor; ningún matemático se da cuenta de estos principios. Por 

      esta razón algunos sofistas, Aristipo (111), por ejemplo, rechazaban como 

      ignominiosas las ciencias matemáticas. Todas las artes, hasta las 

      manuales, como la del albañil, del zapatero, se ocupan sin cesar de lo que 

      es mejor y de lo que es peor, mientras que las matemáticas jamás hacen 

      mención del bien y del mal.

           Pero si hay varias ciencias de causas, cada una de las cuales se 

      ocupa de principios diferentes, ¿cuál de todas ellas será la que buscamos 

      o, entre los hombres que las posean, cuál conocerá mejor el objeto de 

      nuestras indagaciones? Es posible que un solo objeto reúna todas estas 

      especies de causas. Y así en una casa el principio del movimiento es el 

      arte, y el obrero, la causa final, es la obra; la materia, la tierra y las 

      piedras; y el plan es la forma. Conviene, por tanto, conforme a la 

      definición que hemos hecho precedentemente de la filosofía, dar este 

      nombre a cada una de las ciencias que se ocupan de estas causas. La 

      ciencia por excelencia, la que dominará a todas las demás, y a la que 

      todas se habrán de someter como esclavas, es aquella que se ocupe del fin 

      y del bien, porque todo lo demás no existe sino en vista del bien. Pero la 

      ciencia de las causas primeras, la que hemos definido como la ciencia de 

      lo más científico que existe, será la ciencia de la esencia.

      En efecto, una misma cosa puede conocerse de muchas maneras, pero los que 

      conocen un objeto por lo que es, le conocen mejor que los que le conocen 

      por lo que no es. Entre los primeros distinguimos diferentes grados de 

      conocimiento, y decimos que tienen una ciencia más perfecta los que 

      conocen, no sus cualidades, su cantidad, sus modificaciones, sus actos, 

      sino su esencia. Lo mismo sucede con todas las cosas que están sometidas a 

      demostración. Creemos tener conocimiento de las cosas cuando sabemos en 

      qué consisten: ¿qué es, por ejemplo, construir un cuadro, equivalente a un 

      rectángulo dado? Es encontrar la media proporcional entre los dos lados 

      del rectángulo. Lo mismo acontece en todos los demás casos. Por lo 

      contrario, en cuanto a la producción, a la acción, a toda especie de 

      cambio, creemos tener la ciencia cuando conocemos el principio del 

      movimiento, el cual es diferente de la causa final, precisamente es lo 

      opuesto. Parece, pues, en vista de esto, que son ciencias diferentes las 

      que han de examinar cada una de estas causas.

           Aún hay más. ¿Los principios de la demostración pertenecen a una sola 

      ciencia o a varias? Esta es otra cuestión (112). Llamo principios de la 

      demostración a estos axiomas generales, en que se apoya todo el mundo para 

      la demostración, por ejemplo: es necesario afirmar o negar una cosa; una 

      cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, y todas las demás 

      proposiciones de este género. Y bien: ¿la ciencia de estos principios es 

      la misma que la de la esencia o difiere de ella? Si difiere de ella, ¿cuál 

      de las dos reconocemos que es la que buscamos? Que los principios de la 

      demostración no pertenecen a una sola ciencia, es evidente; ¿por qué la 

      geometría habrá de arrogarse, con más razón que cualquiera otra ciencia, 

      el derecho de tratar de estos principios? Si, pues, toda ciencia tiene 

      igualmente este privilegio, y si a pesar de eso no todas pueden gozar de 

      él, el estudio de los principios no dependerá de la ciencia que conoce de 

      las esencias más que de cualquiera otra. ¿Y entonces cómo es posible una 

      ciencia de los principios? Conocemos al primer golpe de vista lo que es 

      cada uno de ellos, y todas las artes se sirven de ellos como de cosas muy 

      conocidas. Mientras que si hubiese una ciencia demostrativa de los 

      principios, sería preciso admitir la existencia de un género común, que 

      fuese objeto de esta ciencia; sería preciso admitir, de una parte, los 

      accidentes de este género, y de otra, axiomas, porque es imposible 

      demostrarlo todo. Toda demostración debe partir de un principio, recaer 

      sobre un objeto y demostrar algo de este objeto. Se sigue de aquí que todo 

      lo que se demuestra podría reducirse a un solo género. Y en efecto, todas 

      las ciencias demostrativas se sirven de axiomas. Y si la ciencia de los 

      axiomas es distinta de la ciencia de la esencia, ¿cuál de las dos será la 

      ciencia soberana, la ciencia primera?. Los axiomas son lo más general que 

      hay, son los principios de todas las cosas, y si no forman parte de la 

      ciencia del filósofo, ¿cuál será la encargada de demostrar su verdad o su 

      falsedad?

           Por último, ¿hay una sola ciencia para todas las esencias, o hay 

      varias? (113). Si hay varias, ¿de qué esencia trata la ciencia que nos 

      ocupa? No es probable que haya una sola ciencia de todas las esencias. En 

      este caso habría una sola ciencia demostrativa de todos los accidentes 

      esenciales de los seres, puesto que toda ciencia demostrativa somete al 

      criterio de los principios comunes todos los accidentes esenciales de un 

      objeto dado. A la misma ciencia pertenece también examinar conforme a 

      principios comunes solamente los accidentes esenciales de un mismo género. 

      En efecto, una ciencia se ocupa de aquello que existe; otra ciencia, ya se 

      confunda con la precedente, ya se distinga de ella, trata de las causas de 

      aquello que existe. De suerte que estas dos ciencias, o esta ciencia 

      única, en el caso de que no formen más que una, se ocuparán de los 

      accidentes del género que es su sujeto.

           Mas de otro lado, ¿la ciencia sólo abraza las esencias o bien recae 

      también sobre sus accidentes? (114). Por ejemplo, si consideramos como 

      esencias los sólidos, las líneas, los planos, ¿la ciencia de estas 

      esencias se ocupará al mismo tiempo de los accidentes de cada género, 

      accidentes sobre los que recaen las demostraciones matemáticas, o bien 

      serán éstos objeto de otra ciencia? Si hay una sola ciencia, la ciencia de 

      la esencia será en tal caso una ciencia demostrativa, pero la esencia, a 

      lo que parece, no se demuestra; y si hay dos ciencias diferentes, ¿cuál 

      será la que habrá de tratar de los accidentes de la sustancia? Esta es una 

      de las cuestiones más difíciles de resolver.

           Además ¿deberán admitirse sólo las sustancias sensibles, o deberán 

      admitirse también otras? (115).¿No hay más que una especie de sustancia o 

      hay muchas? De este último dictamen son, por ejemplo, los que admiten las 

      ideas, así como los seres intermedios que son objeto de las ciencias 

      matemáticas. Dicen que las ideas son por sí mismas causas y sustancias, 

      como ya hemos visto al tratar de esta cuestión en el primer libro. A esta 

      doctrina pueden hacerse mil objeciones. Pero el mayor absurdo que contiene 

      es decir que existen seres particulares fuera de los que vemos en el 

      Universo, pero que estos seres son los mismos que los seres sensibles, sin 

      otra diferencia que los unos son eternos y los otros perecederos. En 

      efecto, dicen que hay el hombre en sí, el caballo en sí, la salud en sí, 

      imitando en esto a los que sostienen que hay dioses, pero que son dioses 

      que se parecen a los hombres. Los unos no hacen otra cosa que hombres 

      eternos; mientras que las ideas de los otros no son más que seres 

      sensibles eternos.

           Si además de las ideas y de los objetos sensibles se quiere admitir 

      tres intermedios, nacen una multitud de dificultades. Porque evidentemente 

      habrá también líneas intermedias entre la idea de la línea y la línea 

      sensible; y lo mismo sucederá con todas las demás cosas. Tomemos, por 

      ejemplo, la Astronomía. Habrá otro cielo, otro sol, otra luna, además de 

      los que tenemos a la vista, y lo mismo en todo lo demás que aparece en el 

      firmamento. Pero ¿cómo creeremos en su existencia? a este nuevo cielo no 

      se le puede hacer razonablemente inmóvil; y, por otra parte, es de todo 

      punto imposible que esté en movimiento. Lo mismo sucede con los objetos de 

      que trata la Óptica, y con las relaciones matemáticas en los sonidos 

      músicos. Aquí no pueden admitirse por la misma razón seres fuera de los 

      que vemos; porque si admitís seres sensibles intermedios, os será preciso 

      admitir necesariamente sensaciones intermedias para percibirlos, así como 

      animales intermedios entre las ideas de los animales y los animales 

      perecederos. Puede preguntarse sobre qué seres recaerían las ciencias 

      intermedias. Porque si reconocen que la Geodesia no difiere de la 

      Geometría sino en que la una recae sobre objetos sensibles, y la otra 

      sobre objetos que nosotros no percibimos por los sentidos, evidentemente 

      es preciso que hagáis lo mismo con la Medicina y las demás ciencias, y 

      decir que hay una ciencia intermedia entre la Medicina ideal y la Medicina 

      sensible. ¿Y cómo admitir semejante suposición? Sería preciso, en tal 

      caso, decir también que hay una salud intermedia entre la salud de los 

      seres sensibles y la salud en sí.

           Pero tampoco es exacto que la Geodesia sea una ciencia de magnitudes 

      sensibles y perecederas, porque en este caso perecería ella cuando 

      pereciesen las magnitudes. La Astronomía misma, la ciencia del cielo, que 

      cae bajo el dominio de nuestros sentidos, no es una ciencia de magnitudes 

      sensibles. Ni las líneas sensibles son las líneas del geómetra, porque los 

      sentidos no nos dan ninguna línea recta, ninguna curva, que satisfaga a la 

      definición; el círculo no encuentra la tangente en un solo punto, sino en 

      muchos, como observa Protágoras (116) en sus ataques contra los geómetras; 

      ni los movimientos reales ni las revoluciones del cielo concuerdan 

      completamente con los movimientos y las revoluciones que dan los cálculos 

      astronómicos; últimamente, las estrellas no son de la misma naturaleza que 

      los puntos.

           Otros filósofos admiten igualmente la existencia de estas sustancias 

      intermedias entre las ideas y los objetos sensibles; pero no las separan 

      de los objetos sensibles y dicen que están en estos objetos mismos (117). 

      Sería obra larga enumerar todas las dificultades de imposible solución a 

      que conduce semejante doctrina. Observemos, sin embargo, que no sólo los 

      seres intermedios, sino también las ideas mismas, estarán también en los 

      objetos sensibles; porque las mismas razones se aplican igualmente en los 

      dos casos. Además, de esta manera se tendrán necesariamente dos sólidos en 

      un mismo lugar, y no serán inmóviles, puesto que se darán en objetos 

      sensibles que están en movimiento. En una palabra, ¿a qué admitir seres 

      intermedios, para colocarlos en los seres sensibles? Los mismos absurdos 

      de antes se producirán sin cesar. Y así habrá un cielo fuera del cielo que 

      está sometido a nuestros sentidos, pero no estará separado de él, y estará 

      en el mismo lugar; lo cual es más inadmisible que el cielo separado.




      - III -

           ¿Qué debe decidirse, a propósito de todos estos puntos, hasta llegar 

      al descubrimiento de la verdad? Numerosas son las dificultades que se 

      presentan.

           Las dificultades relativas a los principios no lo son menos. ¿Habrán 

      de considerarse los géneros como elementos y principios, o bien este 

      carácter pertenece más bien a las partes constitutivas de cada ser? (118). 

      Por ejemplo, los elementos y principios de la palabra son al parecer las 

      letras que concurren a la formación de todas las palabras, y no la palabra 

      en general. En igual forma llamamos elementos en la demostración de las 

      propiedades de las figuras geométricas, aquellas demostraciones que se 

      encuentran en el fondo de las demás, ya en todas, ya en la mayor parte. 

      Por último, lo mismo sucede respecto de los cuerpos; los que sólo admiten 

      un elemento y los que admiten muchos, consideran como principio aquello de 

      que el cuerpo se compone, aquello cuyo conjunto le constituye. Y así el 

      agua, el fuego y los demás elementos son, para Empédocles, los elementos 

      constitutivos de los seres, y no los géneros que comprenden estos seres. 

      Además, si se quiere estudiar la naturaleza de un objeto cualquiera, de 

      una cama, por ejemplo, se averigua de qué piezas se compone, y cuál es la 

      colocación de estas piezas, y entonces se conoce su naturaleza. Según 

      esto, los géneros no serán los principios de los seres. Pero si se 

      considera que nosotros sólo conocemos mediante las definiciones, y que los 

      géneros son los principios de las definiciones, es preciso reconocer 

      también que los géneros son los principios de los seres definidos. Por 

      otra parte, si es cierto que se adquiere conocimiento de los seres cuando 

      se adquiere de las especies a que los seres pertenecen, en este caso los 

      géneros son también principios de los seres, puesto que son principios de 

      las especies. Hasta algunos de aquellos que consideran como elementos de 

      los seres la unidad o el ser, o lo grande y lo pequeño, al parecer forman 

      con ellas géneros. Sin embargo, los principios de los seres no pueden ser 

      al mismo tiempo los géneros y los elementos constitutivos. La esencia no 

      admite dos definiciones, porque una sería la definición de los principios 

      considerados como géneros, y otra considerados como elementos 

      constitutivos.

           Por otra parte, si son los géneros sobre todo los que constituyen los 

      principios, ¿deberán considerarse como tales principios los géneros más 

      elevados, o los inmediatamente superiores a los individuos? (119). También 

      es este otro motivo de embarazo. Si los principios son lo más general que 

      existe, serán evidentemente principios los géneros más elevados, porque 

      abrazan todos los seres. Se admitirán, por consiguiente, como principios 

      de los seres los primeros de entre los géneros, y en este caso, el ser, la 

      unidad, serán principios y sustancia, porque estos géneros son los que 

      abrazan, por encima de todo, todos los seres. De otro lado, no es posible 

      referir todos los seres a un solo género, sea a la unidad, sea al ser.

           Es absolutamente necesario que las diferencias de cada género sean, y 

      que cada una de estas diferencias sea una; porque es imposible que lo que 

      designa las especies del género designe igualmente las diferencias 

      propias; es imposible que el género exista sin sus especies. Luego si la 

      unidad o el ser es el género, no habrá diferencia que sea, ni que sea una. 

      La unidad y el ser no son géneros, y por consiguiente, no son principios, 

      puesto que son los géneros los que constituyen los principios. Añádase a 

      esto que los seres intermedios, tomados con sus diferencias, serán géneros 

      hasta llegar al individuo. Ahora bien, unos son ciertamente géneros, pero 

      otros no los son.

           Además, las diferencias son más bien principios que los géneros. Pero 

      si las diferencias son principios, hay en cierto modo una infinidad de 

      principios, sobre todo si se toma por punto de partida el género más 

      elevado. Observemos, por otra parte, que aunque la unidad nos parezca que 

      es la que tiene sobre todo el carácter de principio, siendo la unidad 

      indivisible y siendo lo que es indivisible tal, ya bajo la relación de la 

      cantidad, ya bajo la de la especie, y teniendo la anterioridad lo que lo 

      es bajo la relación de la especie; y en fin, dividiéndose los géneros en 

      especies, la unidad debe aparecer más bien como individuo: el hombre, en 

      efecto, no es el género de los hombres particulares (120).

           Por otra parte, no es posible, en las cosas en que hay anterioridad y 

      posterioridad, que haya fuera de ellas ninguna cosa que sea su género. La 

      díada, por ejemplo, es el primero de los números, fuera de las diversas 

      especies de números no hay ningún otro número que sea el género común 

      (121); como no hay en la geometría otra figura fuera de las diversas 

      especies de figuras. Y si no hay en este caso género fuera de las 

      especies, con más razón no lo habrá en las demás cosas. Porque en los 

      seres matemáticos es en los que, al parecer, se dan principalmente los 

      géneros. Respecto a los individuos no hay prioridad ni posterioridad; 

      además, allí donde hay mejor y peor, lo mejor tiene la prioridad. No hay, 

      pues, géneros que sean principios de los individuos.

           Conforme a lo que precede, deben considerarse los individuos como 

      principios de los géneros. Mas de otro lado, ¿cómo concebir que los 

      individuos sean principios? No sería fácil demostrarlo. Es preciso que, en 

      tal caso, la causa, el principio, esté fuera de las cosas de que es 

      principio, que esté separado de ellas. ¿Pero qué razón hay para suponer 

      que haya un principio de este género fuera de lo particular, a no ser que 

      este principio sea una cosa universal que abraza todos los seres? Ahora 

      bien, si prevalece esta consideración, debe considerarse más bien como 

      principio lo más general, y en tal caso los principios serán los géneros 

      más elevados.




      - IV -

           Hay una dificultad que se relaciona con las precedentes, dificultad 

      más embarazosa que todas las demás, y de cuyo examen no podemos 

      dispensarnos; vamos a hablar de ella. Si no hay algo fuera de lo 

      particular, y si hay una infinidad de cosas particulares, ¿cómo es posible 

      adquirir la ciencia de la infinidad de las cosas? (122). Conocer un objeto 

      es, según nosotros, conocer su unidad, su identidad y su carácter general. 

      Pues bien, si esto es necesario, y si es preciso que fuera de las cosas 

      particulares haya algo, habrá necesariamente, fuera de las cosas 

      particulares, los géneros, ya sean los géneros más próximos a los 

      individuos, ya los géneros más elevados. Pero hemos visto antes que esto 

      era imposible. Admitamos, por otra parte, que hay verdaderamente algo 

      fuera del conjunto del atributo y de la sustancia, admitamos que hay 

      especies. Pero ¿la especie es algo que exista fuera de todos los objetos o 

      sólo está fuera de algunos, sin estar fuera de otros, o no está fuera de 

      ninguno?

           ¿Diremos entonces que no hay nada fuera de las cosas particulares? En 

      este caso no habría nada de inteligible, no habría más que objetos 

      sensibles, no habría ciencia de nada, a no llamarse ciencia el 

      conocimiento sensible. Igualmente no habría nada eterno, ni inmóvil; 

      porque todos los objetos sensibles están sujetos a la destrucción y están 

      en movimiento. Y si no hay nada eterno, la producción es imposible. Porque 

      es indispensable que lo que deviene o llega a ser sea algo, así como 

      aquello que hace llegar a ser; y que la última de las causas productoras 

      sea de todos los tiempos, puesto que la cadena de las causas tiene un 

      término y es imposible que cosa alguna sea producida por el no-ser. Por 

      otra parte, allí donde haya nacimiento y movimiento, habrá necesariamente 

      un término, porque ningún movimiento es infinito, y antes bien, todo 

      movimiento tiene un fin. Y, por último, es imposible que lo que no puede 

      devenir o llegar a ser devenga; lo que deviene existe necesariamente antes 

      de devenir o llegar a ser.

           Además, si la sustancia existe en todo tiempo, con mucha más razón es 

      preciso admitir que la existencia de la esencia en el momento en que la 

      sustancia deviene. En efecto, si no hay sustancia ni esencia, no existe 

      absolutamente nada. Y como esto es imposible, es preciso que la forma y la 

      esencia sean algo fuera del conjunto de la sustancia y de la forma. Pero 

      si se adopta esta conclusión, una nueva dificultad se presenta. ¿En qué 

      casos se admitirá esta existencia separada, y en qué casos no se la 

      admitirá? (123). Porque es evidente que no en todos los casos se admitirá. 

      En efecto, no podemos decir que hay una casa fuera de las casas 

      particulares.

           Pero no para en esto. La sustancia de todos los seres, ¿es una 

      sustancia única? ¿La sustancia de todos los hombres es única, por ejemplo? 

      Pero esto sería un absurdo, porque no siendo todos los seres un ser único, 

      sino un gran número de seres, y de seres diferentes, no es razonable que 

      sólo tengan una misma sustancia. Y además, ¿cómo la sustancia de todos los 

      seres deviene o se hace cada uno de ellos; y cómo la reunión de estas dos 

      cosas, la esencia y la sustancia, constituyen al individuo?

           Veamos una nueva dificultad con relación a los principios. Si sólo 

      tienen la unidad genérica, nada será numéricamente uno, ni la unidad misma 

      ni el ser mismo (124). Y en este caso ¿cómo podrá existir la ciencia, 

      puesto que no habrá unidad que abrace todos los seres? (125). 

      ¿Admitiremos, pues, su unidad numérica? Pero si cada principio sólo existe 

      como unidad, sin que los principios tengan ninguna relación entre sí; si 

      no son como las cosas sensibles, porque cuando tal o cual sílaba son de la 

      misma especie, sus principios son de la misma especie sin reducirse a la 

      unidad numérica; si esto no se verifica, si los principios de los seres 

      son reducidos a la unidad numérica, no quedará existente otra cosa que los 

      elementos. Uno, numéricamente o individual son la misma cosa puesto que 

      llamamos individual a lo que es uno por el número; lo universal, por lo 

      contrario, es lo que se da en todos los individuos. Por tanto, si los 

      elementos de la palabra tuviesen por carácter la unidad numérica, habría 

      necesariamente un número de letras igual al de los elementos de la 

      palabra, no habiendo ninguna identidad ni entre dos de estos elementos, ni 

      entre un mayor número de ellos.

           Una dificultad que es tan grave como cualquiera otra, y que han 

      dejado a un lado los filósofos de nuestros días y los que les han 

      precedido, es saber si los principios de las cosas perecederas y los de 

      las cosas imperecederas son los mismos principios, o son diferentes (126). 

      Si los principios son efectivamente los mismos, ¿en qué consiste que unos 

      seres son perecederos y los otros imperecederos, y por qué razón se 

      verifica esto? Hesíodo y todos los teósofos sólo han buscado lo que podía 

      convencerles a ellos, y no han pensado en nosotros. De los principios han 

      formado los dioses, y los dioses han producido las cosas; y luego añaden 

      que los seres que no han gustado el néctar y la ambrosía están destinados 

      a perecer. Estas explicaciones tenían sin duda un sentido para ellos, pero 

      nosotros no comprendemos siquiera cómo han podido encontrar causas en 

      esto. Porque si los seres se acercan al néctar y ambrosía, en vista del 

      placer que proporcionan el néctar y la ambrosía, de ninguna manera son 

      causas de la existencia; si, por lo contrario, es en vista de la 

      existencia, ¿cómo estos seres podrán ser inmortales, puesto que tendrían 

      necesidad de alimentarse? Pero no tenemos necesidad de someter a un examen 

      profundo invenciones fabulosas.

           Dirijámonos, pues, a los que razonan y se sirven de demostraciones, y 

      preguntémosles: ¿en qué consiste que, procediendo de los mismos 

      principios, unos seres tienen una naturaleza eterna mientras que otros 

      están sujetos a la destrucción? Pero como no nos dicen cuál es la causa de 

      que se trata y hay contradicción en este estado de cosas, es claro que ni 

      los principios ni las causas de los seres pueden ser las mismas causas y 

      los mismos principios. Y así, un filósofo al que debería creérsele 

      perfectamente consecuente con su doctrina, Empédocles, ha incurrido en la 

      misma contradicción que los demás. Asienta, en efecto, un principio, la 

      Discordia, como causa de la destrucción, y engendra con este principio 

      todos los seres, menos la unidad, porque todos los seres, excepto Dios 

      (127), son producidos por la Discordia. Oigamos a Empédocles:



                 Tales fueron las causas de lo que ha sido, de lo que es, y de 

            lo que será en el provenir;

            las que hicieron nacer los árboles, los hombres, las mujeres,

               y las bestias salvajes, y los pájaros, y los peces que viven en 

            las aguas.

               Y los dioses de larga existencia (128).




           Esta opinión resulta también de otros muchos pasajes. Si no hubiese 

      en las cosas Discordia, todo, según Empédocles, se vería reducido a la 

      unidad. En efecto, cuando las cosas están reunidas, entonces se despierta 

      por último la Discordia. Se sigue de aquí que la Divinidad, el ser dichoso 

      por excelencia, conoce menos que los demás seres porque no conoce todos 

      los elementos. No tiene en sí la Discordia, y es porque sólo lo semejante 

      conoce lo semejante:



                  Por la tierra vemos la tierra, el agua por el agua;

            por el aire el aire divino, y por el fuego el fuego devorador,

            la Amistad por la Amistad, la Discordia por la fatal Discordia 

(129).




           Es claro, volviendo al punto de partida, que la Discordia es, en el 

      sistema de este filósofo, tanto causa de ser como causa de destrucción. Y 

      lo mismo la Amistad es tanto causa de destrucción como de ser. En efecto, 

      cuando la Amistad reúne los seres y los reduce a la unidad, destruye todo 

      lo que no es la unidad. Añádase a esto que Empédocles no asigna al cambio 

      mismo o mudanza ninguna causa, y sólo dice que así sucedió:



                     En el acto que la poderosa Discordia hubo agrandado,

            y que se lanzó para apoderarse de su dignidad en el día señalado

            por el tiempo,

            El tiempo, que se divide alternativamente entre la Discordia y la

            Amistad; el tiempo, que ha precedido al majestuoso juramento (130).




           Habla como si el cambio fuese necesario, pero no asigna causa a esta 

      necesidad.

           Sin embargo, Empédocles ha estado de acuerdo consigo mismo, en cuanto 

      admite, no que unos seres son perecederos y otros imperecederos, sino que 

      todo es perecedero, menos los elementos.

           La dificultad que habíamos expuesto era la siguiente: si todos los 

      seres vienen de los mismos principios, ¿por qué los unos son perecederos y 

      los otros imperecederos? Pero lo que hemos dicho precedentemente basta 

      para demostrar que los principios de todos los seres no pueden ser los 

      mismos.

           Pero si los principios son diferentes una dificultad se suscita: 

      ¿serán también imperecederos o perecederos? Porque si son perecederos, es 

      evidente que proceden necesariamente de algo, puesto que todo lo que se 

      destruye vuelve a convertirse en sus elementos. Se seguiría de aquí que 

      habría otros principios anteriores a los principios mismos. Pero esto es 

      imposible, ya tenga la cadena de las causas un límite, ya se prolongue 

      hasta el infinito. Por otra parte, si se anonadan los principios, ¿cómo 

      podrá haber seres perecederos? Y si los principios son imperecederos, ¿por 

      qué entre estos principios imperecederos hay unos que producen seres 

      perecederos y los otros seres imperecederos? Esto no es lógico; es 

      imposible, o por lo menos exigiría grandes explicaciones. Por último, 

      ningún filósofo ha admitido que los seres tengan principios diferentes; 

      todos dicen que los principios de todas las cosas son los mismos. Pero 

      esto equivale a pasar por alto la dificultad que nos hemos propuesto, y 

      que es considerada por ellos como un punto poco importante.

           Una cuestión tan difícil de examinar como la que más, y de una 

      importancia capital para el conocimiento de la verdad, es la de saber si 

      el ser y la unidad son sustancias de los seres; si estos dos principios no 

      son otra cosa que la unidad y el ser, tomado cada uno aparte; o bien si 

      debemos preguntarnos qué son el ser y la unidad, suponiendo que tengan por 

      sustancia una naturaleza distinta de ellos mismos (131). Porque tales son 

      en este punto las diversas opiniones de los filósofos.

           Platón y los pitagóricos pretenden, en efecto, que el ser y la unidad 

      no son otra cosa que ellos mismos, y que tal es su carácter. La unidad en 

      sí y el ser en sí; he aquí, según estos filósofos, lo que constituye la 

      sustancia de los seres.

           Los físicos son de otra opinión. Empédocles, por ejemplo, intentando 

      cómo reducir su principio a un término más conocido, explica lo que es la 

      unidad; puede deducirse de sus palabras que el ser es la Amistad (132); la 

      Amistad es, pues, según Empédocles, la causa de la unidad de todas las 

      cosas. Otros pretenden que el fuego o el aire son esta unidad y este ser, 

      de donde salen todos los seres y que los ha producido a todos. Lo mismo 

      sucede con los que han admitido la pluralidad de elementos; porque deben 

      necesariamente reconocer tantos seres y tantas unidades como principios 

      reconocen.

           Si no se asienta que la unidad y el ser son una sustancia, se sigue 

      que no hay nada general, puesto que estos principios son lo más general 

      que hay en el mundo, y si la unidad en sí y el ser en sí no son algo, con 

      más fuerte razón no habrá ser alguno fuera de lo que se llama lo 

      particular. Además, si la unidad no fuese una sustancia, es evidente que 

      el número mismo no podría existir como una naturaleza separada de los 

      seres. En efecto, el número se compone de mónadas, y la mónada es lo que 

      es uno. Pero si la unidad en sí, si el ser en sí son alguna cosa, es 

      preciso que sean la sustancia, porque no hay nada fuera de la unidad y del 

      ser que se diga universalmente de todos los seres.

           Pero si el ser en sí y la unidad en sí son algo, nos será muy difícil 

      concebir cómo pueda haber ninguna otra cosa fuera de la unidad y del ser, 

      es decir, cómo puede haber más de un ser, puesto que lo que es otra cosa 

      que el ser no es. De donde se sigue necesariamente lo que decía 

      Parménides, que todos los seres se reducían a uno, y que la unidad es el 

      ser. Pero aquí se presenta una doble dificultad; porque ya no sea la 

      unidad una sustancia, ya lo sea, es igualmente imposible que el número sea 

      una sustancia: que es imposible en el primer caso, ya hemos dicho por qué. 

      En el segundo, la misma dificultad ocurre que respecto del ser. ¿De dónde 

      vendría efectivamente otra unidad fuera de la unidad? Porque en el caso de 

      que se trata habría necesariamente dos unidades. Todos los seres son, o un 

      solo ser o una multitud de seres, si cada ser es unidad (133).

           Más aún. Si la unidad fuese indivisible, no habría absolutamente 

      nada, y esto es lo que piensa Zenón (134). En efecto, lo que no se hace ni 

      más grande cuando se le añade, ni más pequeño cuando se le quita algo, no 

      es, en su opinión, un ser, porque la magnitud es evidentemente la esencia 

      del ser. Y si la magnitud es su esencia, el ser es corporal, porque el 

      cuerpo es magnitud en todos sentidos. Pero ¿cómo la magnitud añadida a los 

      seres hará a los unos más grandes sin producir en los otros este efecto? 

      Por ejemplo, ¿cómo el plano y la línea agrandarán, y jamás el punto y la 

      mónada? Sin embargo, como la conclusión de Zenón es un poco dura (135), y 

      por otra parte puede haber en ella algo de indivisible, se responde a la 

      objeción, que en el caso de la mónada o el punto la adición no aumenta la 

      extensión y sí el número. Pero entonces, ¿cómo un solo ser, y si se quiere 

      muchos seres de esta naturaleza, formarán una magnitud? Sería lo mismo que 

      pretender que la línea se compone de puntos. Y si se admite que el número, 

      como dicen algunos (136), es producido por la unidad misma y por otra cosa 

      que no es unidad (137), no por esto dejará de tenerse que indagar por qué 

      y cómo el producto es tan pronto un número, tan pronto una magnitud; 

      puesto que el no-uno es la desigualdad, es la misma naturaleza en los dos 

      casos. En efecto, no se ve cómo la unidad con la desigualdad, ni cómo un 

      número con ella, pueden producir magnitudes.




      - V -

           Hay una dificultad que se relaciona con las precedentes, y es la 

      siguiente: ¿Los números, los cuerpos, las superficies y los puntos son o 

      no sustancias? (138).

           Si no son sustancias no conocemos bien ni lo que es el ser, ni cuáles 

      son las sustancias de los seres. En efecto, ni las modificaciones, ni los 

      movimientos, ni las relaciones, ni las disposiciones, ni las proposiciones 

      tienen, al parecer, ninguno de los caracteres de la sustancia. Se refieren 

      todas estas cosas como atributos a un sujeto, y jamás se les da una 

      existencia independiente. En cuanto a las cosas que parecen tener más el 

      carácter de sustancia, como el agua, la tierra, el fuego que constituyen 

      los cuerpos compuestos en estas cosas, lo caliente y lo frío, y las 

      propiedades de esta clase, son modificaciones y no sustancias. El cuerpo, 

      que es el sujeto de estas modificaciones, es el único que persiste como 

      ser y como verdadera sustancia. Y, sin embargo, el cuerpo es menos 

      sustancia que la superficie, ésta lo es menos que la línea, y la línea 

      menos que la mónada y el punto. Por medio de ellos el cuerpo es 

      determinado y, al parecer, es posible que existan independientemente del 

      cuerpo; pero sin ellos la existencia del cuerpo es imposible. Por esta 

      razón, mientras que el vulgo y los filósofos de los primeros tiempos 

      admiten que el ser y la sustancia es el cuerpo, y que las demás cosas son 

      modificaciones del cuerpo, de suerte que los principios de los cuerpos son 

      también los principios de los seres, filósofos más modernos (139), y que 

      se han mostrado verdaderamente más filósofos que sus predecesores, admiten 

      por principios los números. Y así, como ya hemos visto, si los seres en 

      cuestión no son sustancias, no hay absolutamente ninguna sustancia, ni 

      ningún ser, porque los accidentes de estos seres no merecen ciertamente 

      que se les dé el nombre de seres.

           Sin embargo, si por una parte se reconoce que las longitudes y los 

      puntos son más sustancias que los cuerpos, y si por otra no vemos entre 

      qué cuerpos será preciso colocarlos, porque no es posible hacerlos entre 

      los objetos sensibles, en este caso no habrá ninguna sustancia. En efecto, 

      evidentemente estas no son más que divisiones del cuerpo, ya en longitud, 

      ya en latitud, ya en profundidad. Por último, toda figura, cualquiera que 

      ella sea, se encuentra igualmente en el sólido, o no hay ninguna. De 

      suerte que si no puede decirse que el Hermes existe en la piedra con sus 

      contornos determinados, la mitad del cubo tampoco está en el cubo con su 

      forma determinada, y ni hay siquiera en el cubo superficie alguna real. 

      Porque si toda superficie, cualquiera que ella sea, existiese en él 

      realmente, la que determina la mitad del cubo tendrían también en él una 

      existencia real. El mismo razonamiento se aplica igualmente a la línea, al 

      punto y a la mónada. Por consiguiente, si por una parte el cuerpo es la 

      sustancia por excelencia; si por otra las superficies, las líneas y los 

      puntos lo son más que el cuerpo mismo; y si, en otro concepto, ni las 

      superficies, ni las líneas, ni los puntos son sustancia, en tal caso no 

      sabemos ni qué es el ser, ni cuál es la sustancia de los seres.

           Añádase a lo que acabamos de decir las consecuencias irracionales que 

      se deducirían relativamente a la producción y a la destrucción. En efecto, 

      en este caso, la sustancia que antes no existía, existe ahora: y la que 

      existía antes cesa de existir. ¿No es esto para la sustancia una 

      producción y una destrucción? Por lo contrario, ni los puntos, ni las 

      líneas, ni las superficies son susceptibles ni de producirse ni de ser 

      destruidas; y, sin embargo, tan pronto existen como no existen. Véase lo 

      que pasa en el caso de la reunión o separación de dos cuerpos; si se 

      juntan, no hay más que una superficie; y si se separan, hay dos. Y así, en 

      el caso de una superficie, las líneas y los puntos no existen ya, han 

      desaparecido; mientras que, después de la separación, existen magnitudes 

      que no existían antes; pero el punto, objeto indivisible, no se ha 

      dividido en dos partes. Finalmente, si las superficies están sujetas a 

      producción y a destrucción, proceden de algo.

           Pero con los seres de que tratamos sucede, sobre poco más o menos, lo 

      mismo que con el instante actual en el tiempo. No es posible que devenga y 

      perezca; sin embargo, como no es una sustancia, parece sin cesar 

      diferente. Evidentemente los puntos, las líneas y las superficies se 

      encuentran en un caso semejante, porque se les puede aplicar los mismos 

      razonamientos. Como el instante actual, no son ellos más que límites o 

      divisiones.




      - VI -

           Una cuestión que es absolutamente preciso plantear es la de saber por 

      qué, fuera de los seres sensibles y de los seres intermedios es 

      imprescindible ir en busca de otros objetos, por ejemplo, los que se 

      llaman ideas (140). El motivo es, según se dice, que si los seres 

      matemáticos difieren por cualquier otro concepto de los objetos de este 

      mundo, de ninguna manera difieren en este, pues que un gran número de 

      estos objetos son de especie semejante. De suerte que sus principios no 

      quedarán limitados a la unidad numérica. Sucederá, como con los principios 

      de las palabras de que nos servimos, que se distinguen no numéricamente 

      sino genéricamente; a menos, sin embargo, de que se los cuente en tal 

      sílaba, en tal palabra determinada, porque en este caso tiene también la 

      unidad numérica (141). Los seres intermedios se encuentran en este caso. 

      En ellos igualmente las semejanzas de especies son infinitas en número. De 

      modo que si fuera de los seres sensibles y de los seres matemáticos no hay 

      otros seres que los que algunos filósofos llaman ideas, en este caso no 

      hay sustancia, una en número y en género; y entonces los principios de los 

      seres no son principios que se cuenten numéricamente, y sólo tienen la 

      unidad genérica. Y si esta consecuencia es necesaria, es preciso que haya 

      ideas. En efecto, aunque los que admiten su existencia no formulan bien su 

      pensamiento, he aquí lo que quieren decir y que es consecuencia necesaria 

      de sus principios. Cada idea es una sustancia; ninguna es accidente. Por 

      otra parte, si se afirma que las ideas existen, y que los principios son 

      numéricos y no genéricos, ya hemos dicho más arriba las dificultades 

      imposibles de resolver que de esto tienen que resultar necesariamente.

           Una indagación difícil se relaciona con las cuestiones precedentes. 

      ¿Los elementos existen en potencia o de alguna otra manera? Si de alguna 

      otra manera, ¿cómo habrá cosa anterior a los principios? (Porque la 

      potencia es anterior a tal causa determinada, y no es necesario que la 

      causa que existe en potencia pase a acto.) Pero si los elementos no 

      existen más que en potencia, es posible que ningún ser exista. Poder 

      existir no es existir aún; puesto que lo que deviene o llega a ser es lo 

      que no era o existía, y que nada deviene o llega a ser si no tiene la 

      potencia de ser.

           Tales son las dificultades que es preciso proponerse relativamente a 

      los principios. Debe aún preguntarse si los principios son universales o 

      si son elementos particulares (142). Si son universales no son esencias, 

      porque lo que es común a muchos seres indica que un ser es de tal manera y 

      no que es propiamente tal ser. Porque la esencia es propiamente lo que 

      constituye un ser. Y si lo universal es un ser determinado, si el atributo 

      común a los seres puede ser afirmado como esencia, habrá en el mismo ser 

      muchos animales, Sócrates, el hombre, el animal; puesto que en esta 

      suposición cada uno de los atributos de Sócrates indica la existencia 

      propia y la unidad de un ser. Si los principios son universales, esto es 

      lo que se deduce. Si no son universales, son como elementos particulares 

      que no pueden ser objeto de la ciencia, recayendo como recae toda ciencia 

      sobre lo universal. De suerte que deberá haber aquí otros principios 

      anteriores a ellos, y señalados con el carácter de la universalidad, para 

      que pueda tener lugar la ciencia de los principios (143).





      Libro cuarto

      I. Del ser en tanto que ser. -II. El estudio del ser en tanto que ser y el 

      de sus propiedades son objeto de una ciencia única. -III. A la filosofía 

      corresponde tratar de los axiomas matemáticos y de la esencia. -IV. No hay 

      medio entre la afirmación y la negación. La misma cosa no puede ser y no 

      ser. -V. La apariencia no es la verdad. -VI. Refutación de los que 

      pretenden que todo lo que parece es verdadero. -VII. Desenvolvimiento del 

      principio según el que no hay medio entre la afirmación y la negación. 

      -VIII. Del sistema de los que pretenden que todo es verdadero o que todo 

      es falso. Refutación.




      - I -

           Hay una ciencia que estudia el ser en tanto que ser y los accidentes 

      propios del ser. Esta ciencia es diferente de todas las ciencias 

      particulares, porque ninguna de ellas estudia en general el ser en tanto 

      que ser. Estas ciencias sólo tratan del ser desde cierto punto de vista, y 

      sólo desde este punto de vista estudian sus accidentes; en este caso están 

      las ciencias matemáticas. Pero puesto que indagamos los principios, las 

      causas más elevadas, es evidente que estos principios deben de tener una 

      naturaleza propia. Por tanto, si los que han indagado los elementos de los 

      seres buscaban estos principios, debían necesariamente estudiar en tanto 

      que seres. Por esta razón debemos nosotros también estudiar las causas 

      primeras del ser en tanto que ser.




      - II -

           El ser se entiende de muchas maneras, pero estos diferentes sentidos 

      se refieren a una sola cosa, a una misma naturaleza, no habiendo entre 

      ellos sólo comunidad de nombre; mas así como por sano se entiende todo 

      aquello que se refiere a la salud, lo que la conserva, lo que la produce, 

      aquello de que es ella señal y aquello que la recibe; y así como por 

      medicinal puede entenderse todo lo que se relaciona con la medicina, y 

      significar ya aquellos que posee el arte de la medicina, o bien lo que es 

      propio de ella, o finalmente lo que es obra suya, como acontece con la 

      mayor parte de las cosas; en igual forma el ser tiene muchas 

      significaciones, pero todas se refieren a un principio único. Tal cosa se 

      llama ser, porque es una esencia; tal otra porque es una modificación de 

      la esencia, porque es la dirección hacia la esencia, o bien es su 

      destrucción, su privación, su cualidad, porque ella la produce, le da 

      nacimiento, está en relación con ella; o bien, finalmente, porque ella es 

      la negación del ser desde alguno de estos puntos de vista o de la esencia 

      misma. En este sentido decimos que el no ser es, que él es el no ser. Todo 

      lo comprendido bajo la palabra general de sano, es del dominio de una sola 

      ciencia. Lo mismo sucede con todas las demás cosas: una sola ciencia 

      estudia, no ya lo que comprende en sí mismo un objeto único, sino todo lo 

      que se refiere a una sola naturaleza; pues en efecto, estos son, desde un 

      punto de vista, atributos del objeto único de la ciencia.

           Es, pues, evidente que una sola ciencia estudiará igualmente los 

      seres en tanto que seres. Ahora bien, la ciencia tiene siempre por objeto 

      propio lo que es primero, aquello de que todo lo demás depende, aquello 

      que es la razón de la existencia de las demás cosas. Si la esencia está en 

      este caso, será preciso que el filósofo posea los principios y las causas 

      de las esencias. Pero no hay más que un conocimiento sensible, una sola 

      ciencia para un solo género; y así una sola ciencia, la gramática, trata 

      de todas las palabras; y de igual modo una sola ciencia general tratará de 

      todas las especies del ser y de las subdivisiones de estas especies.

           Si, por otra parte, el ser y la unidad son una misma cosa, si 

      constituyen una sola naturaleza, puesto que se acompañan siempre 

      mutuamente como principio y como causa, sin estar, sin embargo, 

      comprendidos bajo una misma noción, importará poco que nosotros tratemos 

      simultáneamente del ser y de la esencia; y hasta ésta será una ventaja. En 

      efecto, un hombre, ser hombre y hombre, significan la misma cosa; nada se 

      altera la expresión: el hombre es, por esta duplicación: el hombre es 

      hombre o el hombre es un hombre. Es evidente que el ser no se separa de la 

      unidad, ni en la producción ni en la destrucción. Asimismo la unidad nace 

      y perece con el ser. Se ve claramente que la unidad no añade nada al ser 

      por su adjunción y, por último, que la unidad no es cosa alguna fuera del 

      ser.

           Además la sustancia de cada cosa es una en sí y no accidentalmente. Y 

      lo mismo sucede con la esencia. De suerte que tantas cuantas especies hay 

      en la unidad, otras tantas especies correspondientes hay en el ser. Una 

      misma ciencia tratará de lo que son en sí mismas estas diversas especies; 

      estudiará, por ejemplo, la identidad y la semejanza, y todas las cosas de 

      este género, así como sus opuestas; en una palabra, los contrarios; porque 

      demostraremos en el examen de los contrarios (144) que casi todos se 

      reducen a este principio, la posición de la unidad con su contrario.

           La filosofía constará además de tantas partes como esencias hay; y 

      entre estas partes habrá necesariamente una primera, una segunda. La 

      unidad y el ser se subdividen en géneros, unos anteriores y otros 

      posteriores; y habrá tantas partes de la filosofía como subdivisiones hay 

      (145).

           El filósofo se encuentra, en efecto, en el mismo caso que el 

      matemático. En las matemáticas hay partes; hay una primera, una segunda 

      (146) y así sucesivamente.

           Una sola ciencia se ocupa de los opuestos, y la pluralidad es lo 

      opuesto a la unidad; una sola y misma ciencia tratará de la negación y de 

      la privación, porque en estos dos casos es tratar de la unidad, como que 

      respecto de ella tiene lugar la negación o privación: privación simple, 

      por ejemplo, cuando no se da la unidad en esto, o privación de la unidad 

      en un género particular. La unidad tiene, por lo tanto, su contrario 

      (147), lo mismo en la privación que en la negación: la negación es la 

      ausencia de tal cosa particular: bajo la privación hay igualmente alguna 

      naturaleza particular, de la que se dice que hay privación. Por otra 

      parte, la pluralidad es, como hemos dicho, opuesta a la unidad. La ciencia 

      de que se trata se ocupará de lo que es opuesto a las cosas de que hemos 

      hablado: a saber, de la diferencia, de la desemejanza, de la desigualdad y 

      de los demás modos de este género, considerados, o en sí mismos, o con 

      relación a la unidad y a la pluralidad. Entre estos modos será preciso 

      colocar también la contrariedad, porque la contrariedad es una diferencia, 

      y la diferencia entra en lo desemejante. La unidad se entiende de muchas 

      maneras: y por tanto estos diferentes modos se entenderán lo mismo; mas, 

      sin embargo, pertenecerá a una sola ciencia el conocerlos todos. Porque no 

      se refieren a muchas ciencias sólo porque se tomen en muchas acepciones. 

      Si no fuesen modos de la unidad, si sus nociones no pudiesen referirse a 

      la unidad, entonces pertenecerían a ciencias diferentes. Todo se refiere a 

      algo que es primero; por ejemplo, todo lo que se dice uno, se refiere a la 

      unidad primera. Lo mismo debe de suceder con la identidad y la diferencia, 

      y sus contrarios. Cuando se ha examinado en particular en cuántas 

      acepciones se toma una cosa, es indispensable referir luego estas diversas 

      acepciones a lo que es primero en cada categoría del ser; es preciso ver 

      cómo cada una de ellas se liga con la significación primera. Y así, 

      ciertas cosas reciben el nombre de ser y de unidad, porque los tienen en 

      sí mismas; otras porque los producen, y otras por alguna razón análoga. Es 

      por tanto evidente, como hemos dicho en el planteamiento de las 

      dificultades (148), que una sola ciencia debe tratar de la sustancia y sus 

      diferentes modos; ésta era una de las cuestiones que nos habíamos 

      propuesto.

           El filósofo debe poder tratar todos estos puntos, porque si no 

      perteneciera y fuera todo esto propio del filósofo, ¿quién ha de examinar, 

      si Sócrates y Sócrates sentado son la misma cosa; si la unidad es opuesta 

      a la unidad; qué es la oposición; de cuántas maneras debe entenderse, y 

      una multitud de cuestiones de este género? Puesto que los modos, de que 

      hemos hablado, son modificaciones propias de la unidad en tanto que 

      unidad, del ser en tanto que ser, y no en tanto que números, líneas o 

      fuego, es evidente que nuestra ciencia deberá estudiarlos en su esencia y 

      en sus accidentes. El error de los que hablan de ellos no consiste en 

      ocuparse de seres extraños a la filosofía, y sí en no decir nada de la 

      esencia, la cual es anterior a estos modos. Así como el número en tanto 

      que número tiene modos propios, por ejemplo, el impar, el par, la 

      conmensurabilidad, la igualdad, el aumento, la disminución, modos todos ya 

      del número en sí, ya de los números en sus recíprocas relaciones y lo 

      mismo que el sólido, al mismo tiempo que puede estar inmóvil o en 

      movimiento, ser pesado o ligero, tiene también sus modos propios, en igual 

      forma el ser en tanto que ser tiene ciertos modos particulares, y estos 

      modos son objeto de las investigaciones del filósofo. La prueba de esto es 

      que las indagaciones de los dialécticos y de los sofistas, que se 

      disfrazan con el traje del filósofo, porque la sofística no es otra cosa 

      que la apariencia de la filosofía, y los dialécticos disputan, sobre todo, 

      tales indagaciones, digo, son todas ellas relativas al ser. Si se ocupan 

      de estos modos de ser, es evidentemente porque son del dominio de la 

      filosofía, como que la dialéctica y la sofística se agitan en el mismo 

      círculo de ideas que la filosofía. Pero la filosofía difiere de la una por 

      los efectos que produce (149), y de la otra por el género de vida que 

      impone (150). La dialéctica trata de conocer, la filosofía conoce; en 

      cuanto a la sofística, no es más que una ciencia aparente y sin realidad.

           Hay en los contrarios dos series opuestas, una de las cuales es la 

      privación, y todos los contrarios pueden reducirse al ser y al no ser, a 

      la unidad y a la pluralidad. El reposo, por ejemplo, pertenece a la 

      unidad, el movimiento a la pluralidad. Por lo demás, casi todos los 

      filósofos están de acuerdo en decir que los seres y la sustancia están 

      formados de contrarios. Todos dicen que los principios son contrarios, 

      adoptando los unos el impar y el par, otros lo caliente y lo frío, otros 

      lo finito y lo infinito, otros la Amistad y la Discordia. Todos sus demás 

      principios se reducen, al parecer, como aquellos a la unidad y la 

      pluralidad. Admitamos que efectivamente se reducen a esto. En tal caso, la 

      unidad y la pluralidad son, en cierto modo, géneros bajo los cuales vienen 

      a colocarse sin excepción alguna los principios reconocidos por los 

      filósofos que nos han precedido (151). De aquí resulta evidentemente que 

      una sola ciencia debe ocuparse del ser en tanto que ser, porque todos los 

      seres son o contrarios o compuestos de contrarios; y los principios de los 

      contrarios son la unidad y la pluralidad, las cuales entran en una misma 

      ciencia, sea que se apliquen o, como probablemente debe decirse con más 

      verdad, que no se aplique cada una de ellas a una naturaleza única. Aunque 

      la unidad se tome en diferentes acepciones, todos estos diferentes 

      sentidos se refieren, sin embargo, a la unidad primitiva. Lo mismo sucede 

      respecto a los contrarios; y por esta razón, aun no concediendo que el ser 

      y la unidad son algo de universal que se encuentra igualmente en todos los 

      individuos o que se da fuera de los individuos (y quizá (152) no estén 

      separados realmente de ellos), será siempre exacto que ciertas cosas se 

      refieren a la unidad, y otras se derivan de la unidad.

           Por consiguiente, no es al geómetra a quien toca (153) estudiar lo 

      contrario, lo perfecto, el ser, la unidad, la identidad, lo diferente; él 

      habrá de limitarse a reconocer la existencia de estos principios.

           Por lo tanto, es muy claro que pertenece a una ciencia única estudiar 

      el ser en tanto que ser, y los modos del ser en tanto que ser; y esta 

      ciencia es una ciencia teórica, no sólo de las sustancias, sino también de 

      sus modos, de los mismos de que acabamos de hablar, y también de la 

      prioridad y de la posterioridad, del género y de la especie, del todo y de 

      la parte, y de las demás cosas análogas.




      - III -

           Ahora tenemos que examinar si el estudio de lo que en las matemáticas 

      se llama axiomas y el de la esencia, dependen de una ciencia única o de 

      ciencias diferentes. Es evidente que este doble examen es objeto de una 

      sola ciencia, y que esta ciencia es la filosofía. En efecto, los axiomas 

      abrazan sin excepción todo lo que existe, y no tal o cual género de seres 

      tomados aparte, con exclusión de los demás. Todas las ciencias se sirven 

      de los axiomas, porque se aplican al ser en tanto que ser, y el objeto de 

      toda ciencia es el ser. Pero no se sirven de ellos sino en la medida que 

      basta a su propósito, es decir, en cuanto lo permiten los objetos sobre 

      que recaen sus demostraciones. Y así, puesto que existen en tanto que 

      seres en todas las cosas, porque este es su carácter común, al que conoce 

      el ser en tanto que ser, es a quien pertenece el examen de los axiomas.

           Por esta razón, ninguno de los que se ocupan de las ciencias 

      parciales, ni el geómetra, ni el aritmético intentan demostrar ni la 

      verdad ni la falsedad de los axiomas; y sólo exceptúo algunos de los 

      físicos, por entrar esta indagación en su asunto. Los físicos son, en 

      efecto, los únicos que han pretendido abrazar, en una sola ciencia, la 

      naturaleza toda y el ser. Pero como hay algo superior a los seres físicos, 

      porque los seres físicos no son más que un género particular del ser, al 

      que trate de lo universal y de la sustancia primera es al quien 

      pertenecerá igualmente estudiar este algo. La física es, verdaderamente, 

      una especie de filosofía, pero no es la filosofía primera.

           Por otra parte, en todo lo que dicen sobre el modo de reconocer la 

      verdad de los axiomas, se ve que estos filósofos ignoran los principios 

      mismos de la demostración (154). Antes de abordar la ciencia, es preciso 

      conocer los axiomas, y no esperar encontrarlos en el curso de la 

      demostración (155).

           Es evidente que al filósofo, al que estudia lo que en toda esencia 

      constituye su misma naturaleza, es a quien corresponde examinar los 

      principios silogísticos. Conocer perfectamente cada uno de los géneros de 

      los seres es tener todo lo que se necesita para poder afirmar los 

      principios más ciertos de cada cosa. Por consiguiente, el que conoce los 

      seres en tanto que seres es el que posee los principios más ciertos de las 

      cosas. Ahora bien, éste es el filósofo.

           Principio cierto por excelencia es aquel respecto del cual todo error 

      es imposible. En efecto, el principio cierto por excelencia debe ser el 

      más conocido de los principios, porque siempre se incurre en error 

      respecto de las cosas que no se conocen, y un principio, cuya posesión es 

      necesaria para comprender las cosas, no es una suposición. Por último, el 

      principio que hay necesidad de conocer para conocer lo que quiera que sea 

      es preciso poseerlo también necesariamente, para abordar toda clase de 

      estudios. Pero ¿cuál es este principio? Es el siguiente: es imposible que 

      el mismo atributo pertenezca y no pertenezca al mismo sujeto, en un tiempo 

      mismo y bajo la misma relación, etc. (no olvidemos aquí, para precavernos 

      de las sutilezas lógicas, ninguna de las condiciones esenciales que hemos 

      determinado en otra parte) (156).

           Este principio, decimos, es el más cierto de los principios. Basta 

      que se satisfagan las condiciones requeridas, para que un principio sea el 

      principio cierto por excelencia. No es posible, en efecto, que pueda 

      concebir nadie que una cosa exista y no exista al mismo tiempo. Heráclito 

      es de otro dictamen, según algunos; pero de que se diga una cosa no hay 

      que deducir necesariamente que se piensa. Si, por otra parte, es imposible 

      que en el mismo ser se den al mismo tiempo los contrarios (y a esta 

      proposición es preciso añadir todas las circunstancias que la determinan 

      habitualmente), y si, por último, dos pensamientos contrarios no son otra 

      cosa que una afirmación que se niega a sí misma, es evidentemente 

      imposible que el mismo hombre conciba al mismo tiempo que una misma cosa 

      es y no es. Mentiría, por consiguiente, el que afirmase tener esta 

      concepción simultánea, puesto que, para tenerla, sería preciso que tuviese 

      simultáneamente los dos pensamientos contrarios. Al principio que hemos 

      sentado van a parar en definitiva todas las demostraciones, porque es de 

      suyo el principio de todos los demás axiomas.




      - IV -

           Ciertos filósofos, como ya hemos dicho, pretenden que una misma cosa 

      puede ser y no ser, y que se pueden concebir simultáneamente los 

      contrarios. Tal es la aserción de la mayor parte de los físicos. Nosotros 

      acabamos de reconocer que es imposible ser y no ser al mismo tiempo, y 

      fundados en esta imposibilidad hemos declarado que nuestro principio es el 

      principio cierto por excelencia.

           También hay filósofos que, dando una muestra de ignorancia, quieren 

      demostrar este principio; porque es ignorancia no saber distinguir lo que 

      tiene necesidad de demostración de lo que no la tiene (157). Es 

      absolutamente imposible demostrarlo todo, porque sería preciso caminar 

      hasta el infinito; de suerte que no resultaría demostración. Y si hay 

      verdades que no deben demostrarse, dígasenos qué principio, como no sea el 

      expuesto, se encuentra en semejante caso.

           Se puede, sin embargo, asentar, por vía de refutación, esta 

      imposibilidad de los contrarios. Basta que el que niega el principio dé un 

      sentido a sus palabras. Si no le da ninguno, sería ridículo intentar 

      responder a un hombre que no puede dar razón de nada, puesto que no tiene 

      razón ninguna. Un hombre semejante, un hombre privado de razón, se parece 

      a una planta. Y combatir por vía de refutación, es en mi opinión una cosa 

      distinta que demostrar. El que demostrase el principio, incurriría, al 

      parecer, en una petición de principio. Pero si se intenta dar otro 

      principio como causa de este de que se trata, entonces habrá refutación, 

      pero no demostración.

           Para desembarazarse de todas las argucias, no basta pensar o decir 

      que existe o que no existe alguna cosa, porque podría creerse que esto era 

      una petición de principio, y necesitamos designar un objeto a nosotros 

      mismos y a los demás. Es imprescindible hacerlo así, puesto que de este 

      modo se da un sentido a las palabras, y el hombre para quien no tuviesen 

      sentido, no podría ni entenderse consigo mismo, ni hablar a los demás. Si 

      se concede este punto, entonces habrá demostración, porque habrá algo de 

      determinado y de fijo. Pero el que demuestra no es la causa de la 

      demostración, sino aquel a quien ésta se dirige. Comienza por destruir 

      todo lenguaje, y admite en seguida que se puede hablar. Por último, el que 

      concede que las palabras tienen un sentido, concede igualmente que hay 

      algo de verdadero, independiente de toda demostración. De aquí la 

      imposibilidad de los contrarios.

           Ante todo queda, por tanto, fuera de duda esta verdad; que el hombre 

      significa que tal cosa es que o no es. De suerte que nada absolutamente 

      puede ser y no ser de una manera dada. Admitamos, por otra parte, que la 

      palabra hombre designa un objeto; y sea este objeto el animal bípedo. Digo 

      que en este caso, este nombre no tiene otro sentido que el siguiente: si 

      el animal de dos pies es el hombre, y el hombre es una esencia, la esencia 

      del hombre es el ser un animal de dos pies.

           Es hasta indiferente para la cuestión que se atribuya a la misma 

      palabra muchos sentidos, con tal que de antemano se los haya determinado. 

      Es preciso entonces unir a cada empleo de una palabra otra palabra. 

      Supongamos, por ejemplo, que se dice: la palabra hombre significa, no un 

      objeto único, sino muchos objetos, cada uno de cuyos objetos tiene un 

      nombre particular, el animal, el bípedo. Añádase todavía un mayor número 

      de objetos, pero determinad su número, y unid la expresión propia a cada 

      empleo de la palabra. Si no se añadiese esta expresión propia, si se 

      pretendiese que la palabra tiene una infinidad de significaciones, es 

      claro que no sería ya posible entenderse. En efecto, no significar un 

      objeto uno, es no significar nada. Y si las palabras no significan nada, 

      es de toda imposibilidad que los hombres se entiendan entre sí; decimos 

      más, que se entiendan ellos mismos. Si el pensamiento no recae sobre un 

      objeto uno, todo pensamiento es imposible. Para que el pensamiento sea 

      posible, es preciso dar un nombre determinado al objeto del pensamiento.

           El hombre, como dijimos antes, designa la esencia, y designa un 

      objeto único; por consiguiente ser hombre no puede significar lo mismo que 

      no ser hombre, si la palabra hombre significa una naturaleza determinada, 

      y no sólo los atributos de un objeto determinado. En efecto, las 

      expresiones: ser determinado y atributos de un ser determinado, no tienen, 

      para nosotros, el mismo sentido. Si no fuera así, las palabras músico, 

      blanco y hombre, significarían una sola y misma cosa. En este caso todos 

      los seres serían un solo ser, porque todas las palabras serían sinónimas. 

      Finalmente, sólo bajo la relación de la semejanza de la palabra, podría 

      una misma cosa ser y no ser; por ejemplo, si lo que nosotros llamamos 

      hombre, otros le llamasen no-hombre. Pero la cuestión no es saber si es 

      posible que la misma cosa sea y no sea al mismo tiempo el hombre 

      nominalmente, sino si puede serlo realmente.

           Si hombre y no-hombre no significasen cosas diferentes, no ser hombre 

      no tendría evidentemente un sentido diferente de ser hombre. Y así, ser 

      hombre sería no ser hombre, y habría entre ambas cosas identidad, porque 

      esta doble expresión que representa una noción única, significa un objeto 

      único, lo mismo que vestido y traje. Y si hay identidad, ser hombre y no 

      ser hombre significan un objeto único; pero hemos demostrado antes que 

      estas dos expresiones tienen un sentido diferente.

           Por consiguiente, es imprescindible decir, si hay algo que sea 

      verdad, que ser hombre es ser un animal de dos pies, porque este es el 

      sentido que hemos dado a la palabra hombre. Y si esto es imprescindible, 

      no es posible que en el mismo instante este mismo ser no sea un animal de 

      dos pies, lo cual significaría que es necesariamente imposible que este 

      ser sea un hombre. Por lo tanto tampoco es posible que pueda decirse con 

      exactitud al mismo tiempo, que el mismo ser es un hombre y que no es un 

      hombre.

           El mismo razonamiento se aplica igualmente en el caso contrario. Ser 

      hombre y no ser hombre significan dos cosas diferentes. Por otra parte, 

      ser blanco y ser hombre no son la misma cosa; pero las otras dos 

      expresiones son más contradictorias, y difieren más por el sentido.

           Si llega hasta pretender que ser blanco y ser hombre signifiquen una 

      sola y misma cosa, repetiremos lo que ya dijimos; habrá identidad entre 

      todas las cosas, y no solamente entre las opuestas. Si esto no es 

      admisible, se sigue que nuestra proposición es verdadera. Basta que 

      nuestro adversario responda a la pregunta. En efecto, nada obsta a que el 

      mismo ser sea hombre y blanco y otra infinidad de cosas además. Lo mismo 

      que si se plantea esta cuestión: ¿es o no cierto que tal objeto es un 

      hombre? Es preciso que el sentido de la respuesta esté determinado, y que 

      no se vaya a añadir que el objeto es grande, blanco, porque siendo 

      infinito el número de accidentes, no se pueden enumerar todos; y es 

      necesario o enumerarlos todos o no enumerar ninguno. De igual modo, aunque 

      el mismo ser sea una infinidad de cosas, como hombre, no hombre, etc., a 

      la pregunta: ¿es éste un hombre?, no debe responderse que es al mismo 

      tiempo no hombre, a menos que no se añadan a la respuesta todos los 

      accidentes, todo lo que el objeto es y no es. Pero conducirse de esta 

      manera, no es discutir.

           Por otra parte, admitir semejante principio, es destruir 

      completamente toda sustancia y toda esencia. Pues en tal caso resultaría 

      que todo es accidente; y es preciso negar la existencia de lo que 

      constituye la existencia del hombre y la existencia del animal; porque si 

      lo que constituye la existencia del hombre es algo, este algo no es ni la 

      existencia del no-hombre, ni la no-existencia del hombre. Por lo 

      contrario, estas son negaciones de este algo, puesto que lo que 

      significaba era un objeto determinado, y que este objeto era una esencia. 

      Ahora bien, significar la esencia de un ser es significar la identidad de 

      su existencia. Luego si lo que constituye la existencia del hombre es lo 

      que constituye la existencia del no-hombre o lo que constituye la 

      existencia del hombre, no habrá identidad. De suerte que es preciso que 

      esos de que hablamos digan que no hay nada que esté marcado con el sello 

      de la esencia y de la sustancia, sino que todo es accidente. En efecto, he 

      aquí lo que distingue la esencia del accidente: la blancura, en el hombre, 

      es un accidente; y la blancura es un accidente en el hombre, porque es 

      blanco, pero no es la blancura.

           Si se dice que todo es accidente, ya no hay género primero (158) 

      puesto que siempre el accidente designa el atributo de un sujeto. Es 

      preciso, por lo tanto, que se prolongue hasta el infinito la cadena de 

      accidentes. Pero esto es imposible. Jamás hay más de dos accidentes 

      ligados el uno al otro. El accidente no es nunca un accidente de 

      accidente, sino cuando estos dos accidentes son los accidentes del mismo 

      sujeto. Tomemos por ejemplo blanco y músico. Músico no es blanco, sino 

      porque lo uno y lo otro son accidentes del hombre. Pero Sócrates no es 

      músico porque Sócrates y músico sean los accidentes de otro ser. Hay, 

      pues, que distinguir dos casos. Respecto de todos los accidentes que se 

      dan en el hombre como se da aquí la blancura en Sócrates (159) es 

      imposible ir hasta el infinito: por ejemplo, a Sócrates blanco es 

      imposible unir además otro accidente. En efecto, una cosa una no es el 

      producto de la colección de todas las cosas. Lo blanco no puede tener otro 

      accidente, por ejemplo, lo músico. Porque músico no es tampoco el atributo 

      de lo blanco, como lo blanco no lo es de lo músico. Esto se entiende 

      respecto al primer caso. Hemos dicho que había otro caso, en el que lo 

      músico en Sócrates era el ejemplo (160). En este último caso, el accidente 

      jamás es accidente de accidente; sólo los accidentes del otro género 

      pueden serlo (161).

           Por consiguiente, no puede decirse que todo es accidente. Hay, pues, 

      algo determinado, algo que lleva el carácter de la esencia; y si es así, 

      hemos demostrado la imposibilidad de la existencia simultánea de atributos 

      contradictorios.

           Aún hay más. Si todas las afirmaciones contradictorias relativas al 

      mismo ser son verdaderas al mismo tiempo, es evidente que todas las cosas 

      serán entonces una cosa única. Una nave, un muro y un hombre deben ser la 

      misma cosa, si todo se puede afirmar o negar de todos los objetos, como se 

      ven obligados a admitir los que adoptan la proposición de Protágoras 

      (162). En efecto, si se cree que el hombre no es una nave, evidentemente 

      el hombre no será una nave. Y por consiguiente el hombre es una nave, 

      puesto que la afirmación contraria es verdadera. De esta manera llegamos a 

      la proposición de Anaxágoras. Todas las cosas están confundidas. De suerte 

      que nada existe que sea verdaderamente uno. El objeto de los discursos de 

      estos filósofos es, al parecer, lo indeterminado, y cuando creen hablar 

      del ser, hablan del no ser. Porque lo indeterminado es el ser en potencia 

      y no en acto.

           Añádase a esto que los filósofos de que hablamos deben llegar hasta 

      decir que se puede afirmar o negar todo de todas las cosas. Sería absurdo, 

      en efecto, que un ser tuviese en sí su propia negación y no tuviese la 

      negación de otro ser que no está en él. Digo, por ejemplo, que si es 

      cierto que el hombre no es hombre, evidentemente es cierto igualmente que 

      el hombre no es una nave. Si admitimos la afirmación, nos es preciso 

      admitir igualmente la negación. ¿Admitiremos por lo contrario la negación 

      más bien que la afirmación? Pero en este caso la negación de la nave se 

      encuentra en el hombre más bien que la suya propia. Si el hombre tiene en 

      sí esta última, tiene por consiguiente la de la nave, y si tiene la de la 

      nave, tiene igualmente la afirmación opuesta.

           Además de esta consecuencia, es preciso también que los que admiten 

      la opinión de Protágoras sostengan que nadie está obligado a admitir ni la 

      afirmación, ni la negación. En efecto, si es cierto que el hombre es 

      igualmente el no-hombre, es evidente que ni el hombre ni el no-hombre 

      podrían existir, porque es preciso admitir al mismo tiempo las dos 

      negaciones de estas dos afirmaciones. Si de la doble afirmación de su 

      existencia se forma una afirmación única, compuesta de estas dos 

      afirmaciones, es preciso admitir la negación única que es opuesta a 

      aquélla.

           Pero aún hay más. O se verifica esto con todas las cosas, y lo blanco 

      es igualmente lo no-blanco, el ser el no-ser, y lo mismo respecto de todas 

      las demás afirmaciones y negaciones; o el principio tiene excepciones, y 

      se aplica a ciertas afirmaciones y negaciones, y no se aplica a otras. 

      Admitamos que no se aplica a todas, y en este caso, respecto a las 

      exceptuadas hay certidumbre. Si no hay excepción alguna, entonces es 

      preciso, como se dijo antes, o que todo lo que se afirme se niegue al 

      mismo tiempo, y que todo lo que se niegue al mismo tiempo se afirme; o que 

      todo lo que se afirme al mismo tiempo se niegue por una parte, mientras 

      que por otra, por lo contrario, todo lo que se niegue, se afirmaría al 

      mismo tiempo. Pero en este último caso, habría algo que no existiría 

      realmente. Esta sería una opinión cierta. Ahora bien, si el no-ser es algo 

      cierto y conocido, la afirmación contraria debe ser más cierta aún. Pero 

      si todo lo que se niega, se afirma igualmente, la afirmación entonces es 

      necesaria. Y en este caso, o los dos términos de la proposición pueden ser 

      verdaderos, cada uno de por sí y separadamente; por ejemplo, si digo que 

      esto es blanco, y después digo que esto no es blanco; o no son verdaderos. 

      Si no son verdaderos pronunciados separadamente, el que los pronuncia no 

      los pronuncia, y realmente no resulta nada; y bien, ¿cómo seres no 

      existentes pueden hablar o caminar? Y además todas las cosas serían en 

      este caso una sola cosa, como antes dijimos, y entre un hombre, un dios y 

      una nave, habría identidad. Ahora bien, si lo mismo sucede con todo 

      objeto, un ser no difiere de otro ser. Porque si difiriesen, esta 

      diferencia sería una verdad y un carácter propio. En igual forma, si se 

      puede, al distinguir, decir la verdad, se seguiría lo que acabamos de 

      decir, y además que todo el mundo diría la verdad, y que todo el mundo 

      mentiría, y que reconocería cada uno su propia mentira. Por otra parte, la 

      opinión de estos hombres no merece verdaderamente serio examen. Sus 

      palabras no tienen ningún sentido; porque no dicen que las cosas son así, 

      o que no son así, sino que son y no son así al mismo tiempo. Después viene 

      la negación de estos dos términos; y dicen que no es así ni no así, sino 

      que es así y no así (163). Si no fuera así, habría ya algo determinado. 

      Finalmente, si cuando la afirmación es verdadera, la negación es falsa, y 

      si cuando ésta es verdadera, la afirmación es falsa, no es posible que la 

      afirmación y la negación de una misma cosa estén señaladas al mismo tiempo 

      con el carácter de la verdad.

           Pero quizá se responderá que es esto mismo lo que se sienta por 

      principio. ¿Quiere decir esto que el que piense que tal cosa es así o que 

      no es así, estará en lo falso, mientras que el que diga lo uno y lo otro 

      estará en lo cierto? Pues bien, si el último dice, en efecto, la verdad, 

      ¿qué otra cosa quiere decir esto sino que tal naturaleza entre los seres 

      dice la verdad? Pero si no dice la verdad, y la dice más bien el que 

      sostiene que la cosa es de tal o cual manera, ¿cómo podrían existir estos 

      seres y esta verdad, al mismo tiempo que no existiesen tales seres y tal 

      verdad? Si todos los hombres dicen igualmente la falsedad y la verdad, 

      tales seres no pueden ni articular un sonido, ni discurrir, porque dicen 

      al mismo tiempo una cosa y no la dicen. Si no tienen concepto de nada, si 

      piensan y no piensan a la vez, ¿en qué se diferencian de las plantas?

           Es, pues, de toda evidencia, que nadie piensa de esa manera, ni aun 

      los mismos que sostienen esta doctrina. ¿Por qué, en efecto, toman el 

      camino de Mégara (164) en vez de permanecer en reposo en la convicción de 

      que andan? ¿Por qué, si encuentran pozos y precipicios al dar sus paseos 

      en la madrugada, no caminan en línea recta, y antes bien toman sus 

      precauciones, como si creyesen que no es a la vez bueno y malo caer en 

      ellos? Es evidente que ellos mismos creen que esto es mejor y aquello 

      peor. Y si tienen este pensamiento, necesariamente conciben que tal objeto 

      es un hombre, que tal otro no es un hombre, que esto es dulce, que aquello 

      no lo es. En efecto, no van en busca igualmente de todas las cosas, ni dan 

      a todo el mismo valor; si creen que les interesa beber agua o ver a un 

      hombre, en el acto van en busca de estos objetos. Sin embargo, de otro 

      modo deberían conducirse si el hombre y el no-hombre fuesen idénticos 

      entre sí. Pero como hemos dicho, nadie deja de ver que deben evitarse unas 

      cosas y no evitarse otras. De suerte que todos los hombres tienen, al 

      parecer, la idea de la existencia real, si no de todas las cosas, por lo 

      menos de lo mejor y de lo peor (165).

           Pero aun cuando el hombre no tuviese la ciencia, aun cuando sólo 

      tuviese opiniones, sería preciso que se aplicase mucho más todavía al 

      estudio de la verdad; al modo que el enfermo se ocupa más de la salud que 

      el hombre que está sano. Porque el que sólo tiene opiniones, si se le 

      compara con el que sabe, está, con respecto a la verdad, en estado de 

      enfermedad.

           Por otra parte, aun suponiendo que las cosas son y no son de tal 

      manera, el más y el menos existirían todavía en la naturaleza de los 

      seres. Nunca se podrá sostener que dos y tres son de igual modo números 

      pares. Y el que piense que cuatro y cinco son la misma cosa, no tendrá un 

      pensamiento falso de grado igual al del hombre que sostuviese que cuatro y 

      mil son idénticos. Si hay diferencia en la falsedad, es evidente que el 

      primero piensa una cosa menos falsa. Por consiguiente está más en lo 

      verdadero. Luego si lo que es más una cosa, es lo que se aproxima más a 

      ella, debe haber algo verdadero, de lo cual será lo más verdadero más 

      próximo. Y si esto verdadero no existiese, por lo menos hay cosas más 

      ciertas y más próximas a la verdad que otras, y henos aquí desembarazados 

      de esta doctrina horrible, que condena al pensamiento a no tener objeto 

      determinado.




      - V -

           La doctrina de Protágoras parte del mismo principio que esta de que 

      hablamos, y si la una tiene o no fundamento, la otra se encuentra 

      necesariamente en el mismo caso. En efecto, si todo lo que pensamos, si 

      todo lo que nos aparece, es la verdad, es preciso que todo sea al mismo 

      tiempo verdadero y falso. La mayor parte de los hombres piensan 

      diferentemente los unos de los otros; y los que no participan de nuestras 

      opiniones los consideramos que están en el error. La misma cosa es por lo 

      tanto y no es. Y si así sucede, es necesario que todo lo que aparece sea 

      la verdad; porque los que están en el error y los que dicen verdad, tienen 

      opiniones contrarías. Si las cosas son como acaba de decirse todas 

      igualmente dirán la verdad. Es por lo tanto evidente que los dos sistemas 

      en cuestión parten del mismo pensamiento.

           Sin embargo, no debe combatirse de la misma manera a todos los que 

      profesan estas doctrinas. Con los unos hay que emplear la persuasión, y 

      con los otros la fuerza de razonamiento. Respecto de todos aquellos que 

      han llegado a esta concepción por la duda, es fácil curar su ignorancia; 

      entonces no hay que refutar argumentos, y basta dirigirse a su 

      inteligencia. En cuanto a los que profesan esta opinión por sistema, el 

      remedio que debe aplicarse es la refutación, así por medio de los sonidos 

      que pronuncian, como de las palabras de que se sirven (166).

           En todos los que dudan, el origen de esta opinión nace del cuadro que 

      presentan las cosas sensibles. En primer lugar, han concebido la opinión 

      de la existencia simultánea en los seres, de los contradictorios y de los 

      contrarios, porque veían la misma cosa producir los contrarios. Y si no es 

      posible que el no-ser devenga o llegue a ser, es preciso que en el objeto 

      preexistan el ser y el no-ser. Todo está mezclado en todo, como dice 

      Anaxágoras, y con él Demócrito, porque, según este último, lo vacío y lo 

      lleno se encuentran, así lo uno como lo otro, en cada porción de los 

      seres; siendo lo lleno el ser y lo vacío el no-ser.

           A los que deducen estas consecuencias diremos que, desde un punto de 

      vista, es exacta su aserción; pero que, desde otro, están en un error. El 

      ser se toma en un doble sentido (167). Es posible en cierto modo que el 

      no-ser produzca algo, y en otro modo esto es imposible. Puede suceder que 

      el mismo objeto sea al mismo tiempo ser y no-ser, pero no desde el mismo 

      punto de vista del ser. En potencia es posible que la misma cosa 

      represente los contrarios; pero en acto, esto es imposible. Por otra parte 

      nosotros reclamaremos de los mismos de que se trata el concepto de la 

      existencia en el mundo de otra sustancia, que no es susceptible ni de 

      movimiento, ni de destrucción, ni de nacimiento (168).

           El cuadro de los objetos sensibles es el que ha creado en algunos la 

      opinión de la verdad de lo que aparece. Según ellos, no es a los más, ni 

      tampoco a los menos, a quienes pertenece juzgar de la verdad. Si gustamos 

      una misma cosa, parecerá dulce a los unos, amarga a los otros. De suerte 

      que si todo el mundo estuviese enfermo, o todo el mundo hubiese perdido la 

      razón y sólo dos o tres estuviesen en buen estado de salud y en su sano 

      juicio, estos últimos serían entonces los enfermos y los insensatos, y no 

      los primeros. Por otra parte, las cosas parecen a la mayor parte de los 

      animales lo contrario de lo que nos parecen a nosotros, y cada individuo, 

      a pesar de su identidad, no juzga siempre de la misma manera por los 

      sentidos. ¿Qué sensaciones son verdaderas? ¿Cuáles son falsas? No se 

      podría saber; esto no es más verdadero que aquello, siendo todo igualmente 

      verdadero. Y así Demócrito pretende o que no hay nada verdadero o que no 

      conocemos la verdad. En una palabra, como, según su sistema, la sensación 

      constituye el pensamiento, y como la sensación es una modificación del 

      sujeto, aquello que parece a los sentidos es necesariamente en su opinión 

      la verdad.

           Tales son los motivos por los que Empédocles, Demócrito y, puede 

      decirse, todos los demás se han sometido a semejantes opiniones. 

      Empédocles afirma que un cambio en nuestra manera de ser cambia igualmente 

      nuestro pensamiento:



                      El pensamiento existe en los hombres en razón de la 

            impresión del momento (169).

            Y en otro pasaje dice:

               Siempre se verifica en razón de los cambios que se operan en los 

            hombres,

               el cambio en su pensamiento (170)

            Parménides se expresa de la misma manera:

               Como es en cada hombre la organización de sus miembros flexibles,

               tal es igualmente la inteligencia de cada hombre; porque es la 

            naturaleza de los miembros la que constituye el pensamiento de los 

            hombres

               en todos y en cada uno: cada grado de la sensación es un grado 

            del pensamiento (171).




           Se refiere también de Anaxágoras, que dirigía esta sentencia a 

      algunos de sus amigos: «Los seres son para vosotros tales como los 

      concibáis.» También se pretende que Homero, al parecer, tenía una opinión 

      análoga, porque representa a Héctor delirando por efecto de su herida, 

      tendido en tierra, trastornada su razón; como si creyese que los hombres 

      en delirio tienen también razón, pero que esta razón no es ya la misma. 

      Evidentemente, si el delirio y la razón son ambos la razón, los seres a su 

      vez son a la par lo que son y lo que no son.

           La consecuencia que sale de semejante principio es realmente 

      desconsoladora. Si son éstas, efectivamente, las opiniones de los hombres 

      que mejor han visto toda la verdad posible, y son estos hombres los que la 

      buscan con ardor y que la aman; si tales son las doctrinas que profesan 

      sobre la verdad, ¿cómo abordar sin desaliento los problemas filosóficos? 

      Buscar la verdad, ¿no sería ir en busca de sombras que desaparecen?

           Lo que motiva la opinión de estos filósofos es que, al considerar la 

      verdad en los seres, no han admitido como seres más que las cosas 

      sensibles. Y bien, lo que se encuentra en ellas es principalmente lo 

      indeterminado y aquella especie de ser de que hemos hablado antes (172). 

      Además, la opinión que profesan es verosímil, pero no verdadera. Esta 

      apreciación es más equitativa que la crítica que Epicarmo hizo de 

      Jenófanes (173). Por último, como ven que toda la naturaleza sensible está 

      en perpetuo movimiento, y que no se puede juzgar de la verdad de lo que 

      muda, pensaron que no se puede determinar nada verdadero sobre lo que muda 

      sin cesar y en todos sentidos. De estas consideraciones nacieron otras 

      doctrinas llevadas más lejos aún. Por ejemplo, la de los filósofos que se 

      dicen de la escuela de Heráclito; la de Cratilo, que llegaba hasta creer 

      que no es preciso decir nada. Se contentaba con mover un dedo y 

      consideraba como reo de un crimen a Heráclito, por haber dicho que no se 

      pasa dos veces un mismo río (174); en su opinión no se pasa ni una sola 

      vez (175).

           Convendremos con los partidarios de este sistema, en que el objeto 

      que muda les da en el acto mismo de cambiar un justo motivo para no creer 

      en su existencia. Aún es posible discutir este punto. La cosa que cesa de 

      ser participa aún de lo que ha dejado de ser, y necesariamente participa 

      ya de aquello que deviene o se hace. En general, si un ser perece, habrá 

      aún en él ser; y si deviene, es indispensable que aquello de donde sale y 

      aquello que le hace devenir tengan una existencia, y que esto no continúe 

      así hasta el infinito.

           Pero dejemos aparte estas consideraciones y hagamos notar que mudar 

      bajo la relación de la cantidad y mudar bajo la relación de la cualidad no 

      son una misma cosa. Concedemos que los seres, bajo la relación de la 

      cantidad no persisten; pero es por la forma como conocemos lo que es. 

      Podemos dirigir otro cargo a los defensores de esta doctrina. Viendo estos 

      hechos por ellos observados sólo en el corto número de los objetos 

      sensibles, ¿por qué entonces han aplicado su sistema al mundo entero? Este 

      espacio que nos rodea, el lugar de los objetos sensibles, único que está 

      sometido a las leyes de la destrucción y de la producción, no es más que 

      una porción nula, por decirlo así, del Universo. De suerte que hubiera 

      sido más justo absolver a este bajo mundo en favor del mundo celeste, que 

      no condenar el mundo celeste a causa del primero. Finalmente, como se ve, 

      podemos repetir aquí una observación que ya hemos hecho. Para refutar a 

      estos filósofos no hay más que demostrarles que existe una naturaleza 

      inmóvil, y convencerles de su existencia.

           Además, la consecuencia de este sistema es que, pretender que el ser 

      y el no-ser existen simultáneamente, es admitir el eterno reposo más bien 

      que el movimiento eterno. No hay, en efecto, cosa alguna en que puedan 

      transformarse los seres, puesto que todo existe en todo.

           Respecto a la verdad, muchas razones nos prueban que no todas las 

      apariencias son verdaderas. Por lo pronto, la sensación misma no nos 

      engaña sobre su objeto propio; pero la idea sensible no es lo mismo que la 

      sensación. Además, con razón debemos extrañar que esos mismos de quienes 

      hablamos permanezcan en la duda frente a preguntas como las siguientes: 

      ¿Las magnitudes, así como los colores, son realmente tales como aparecen a 

      los hombres que están lejos de ellas, o como los ven los que están cerca? 

      ¿Son tales como aparecen a los hombres sanos o como los ven los enfermos? 

      ¿La pesantez es tal como parece por su peso a los de débil complexión o 

      bien lo que parece a los hombres robustos? ¿La verdad es lo que se ve 

      durmiendo o lo que se ve durante la vigilia? Nadie, evidentemente, cree 

      que sobre todos estos puntos quepa la menor incertidumbre. ¿Hay alguno, 

      que soñando que está en Atenas, en el acto de hallarse en África, se vaya 

      a la mañana, dando crédito al sueño, al Odeón? (176). Por otra parte, y 

      Platón es quien hace esta observación, la opinión del ignorante no tiene, 

      en verdad, igual autoridad que la del médico, cuando se trata de saber, 

      por ejemplo, si el enfermo recobrará o no la salud (177). Por último, el 

      testimonio de un sentido respecto de un objeto que le es extraño, y aunque 

      se aproxime a su objeto propio, no tiene un valor igual a su testimonio 

      respecto de su objeto propio, del objeto que es realmente el suyo. La 

      vista es la que juzga de los colores y no el gusto; el gusto el que juzga 

      de los sabores y no la vista. Ninguno de estos sentidos, cuando se le 

      aplica a un tiempo al mismo objeto, deja nunca de decirnos que este objeto 

      tiene o no a la vez tal propiedad. Voy más lejos aún. No puede negarse el 

      testimonio de un sentido porque en distintos tiempos esté en desacuerdo 

      consigo mismo; el cargo debe dirigirse al ser que experimenta la 

      sensación. El mismo vino, por ejemplo, sea porque él haya mudado, sea 

      porque nuestro cuerpo haya mudado, nos parecerá ciertamente dulce en un 

      instante y lo contrario en otro. Pero no es lo dulce lo que deja de ser lo 

      que es; jamás se despoja de su propiedad esencial; siempre es cierto que 

      un sabor dulce es dulce, y lo que tenga un sabor dulce tendrá 

      necesariamente para nosotros este carácter esencial.

           Ahora bien, esta necesidad es la que destruye estos sistemas de que 

      se trata; así como niegan toda esencia, niegan igualmente que haya nada de 

      necesario, puesto que lo que es necesario no puede ser a la vez de una 

      manera y otra. De suerte que si hay algo necesario, los contrarios no 

      podrían existir a la vez en el mismo ser. En general, si sólo existiese lo 

      sensible, no habría nada, porque nada puede haber sin la existencia de los 

      seres animados que puedan percibir lo sensible; y quizá entonces sería 

      cierto decir que no hay objetos sensibles ni sensaciones, porque todo esto 

      es en la hipótesis una modificación del ser que siente. Pero que los 

      objetos que causan la sensación no existen, ni aun independientemente de 

      toda sensación, es una cosa imposible. La sensación no es sensación por sí 

      misma, sino que hay otro objeto fuera de la sensación y cuya existencia es 

      necesariamente anterior a la sensación. Porque el motor es, por su 

      naturaleza, anterior al objeto en movimiento; y aun admitiendo que en el 

      caso de que se trata la existencia de los dos términos es correlativa, 

      nuestra proposición no es por eso menos cierta.




      - VI -

           Veamos una dificultad que se proponen los más de estos filósofos, 

      unos de buena fe y otros por el solo gusto de disputar. Preguntan quién 

      juzgará de la salud y, en general, quién es el que juzgará con acierto en 

      todo caso. Ahora bien, hacerse semejante pregunta equivale a preguntarse 

      si en el mismo acto que uno la hace está dormido o despierto. Todas las 

      dificultades de este género tienen un mismo valor. Estos filósofos creen 

      que se puede dar razón de todo porque buscan un principio, y quieren 

      arribar a él por el camino de la demostración. Pero sus mismos actos 

      prueban que no están persuadidos de la verdad de lo que anticipan, 

      incurren en el error de que ya hemos hablado, quieren darse razón de cosas 

      respecto de las que no hay razón. En efecto, el principio de la 

      demostración no es una demostración, y sería fácil convencer de ello a los 

      que dudan de buena fe, porque esto no es difícil de comprender. Pero los 

      que sólo quieren someterse a la fuerza del razonamiento exigen un 

      imposible, piden que se les ponga en contradicción, y comienzan por 

      admitir los contrarios.

           Sin embargo, si no es todo relativo, si hay seres en sí, no podrá 

      decirse que todo lo que parece es verdadero, porque lo que parece parece a 

      alguno. De suerte que decir que todo lo que parece es verdadero, equivale 

      a decir que todo es relativo. Los que exigen una demostración lógica deben 

      tener en cuenta lo siguiente: es preciso que admitan, si quieren entrar en 

      una discusión, no que lo que aparece es verdadero, sino que lo que aparece 

      es verdadero para aquel a quien aparece cuándo y cómo le aparece. Si se 

      prestan a entrar en discusión, y no quieren añadir estas restricciones a 

      su principio, caerán bien pronto en la opinión de la existencia de los 

      contrarios. En efecto, puede suceder que la misma cosa parezca a la vista 

      que es miel y no lo parezca al paladar; que las cosas no parezcan las 

      mismas a cada uno de los dos ojos, si son diferentes el uno del toro.

           Es fácil responder a los que, por las razones que ya hemos indicado, 

      pretenden que la apariencia es la verdad y, por consiguiente, que todo es 

      verdadero y falso igualmente. Unas mismas cosas no parecen a todo el 

      mundo, ni parecen a un mismo individuo siempre las mismas; parecen muchas 

      veces contrarias al mismo tiempo. El tacto, sobreponiendo los dedos, acusa 

      dos objetos cuando la vista no acusa más que uno. Pero en este caso no es 

      el mismo sentido el que percibe el mismo objeto; la percepción no tiene 

      lugar de la misma manera ni en el mismo tiempo, y sólo bajo estas 

      condiciones sería exacto decir que lo que aparece es verdadero.

           Los que sostienen esta opinión, no porque vean en ella una dificultad 

      que resolver y sí tan sólo por discutir, se verán precisados a decir, no 

      «esto es cierto en sí» sino: «esto es cierto para tal individuo» y, como 

      ya hemos dicho precedentemente, les será preciso referir todo a algo, al 

      pensamiento, a la sensación. De suerte que nada ha sido, nada será, si 

      alguno no piensa en ello antes; y si algo ha sido o debe de ser, entonces 

      no son ya todas las cosas relativas al pensamiento. Además, un solo objeto 

      sólo puede ser relativo a una sola cosa o a cosas determinadas. Si, por 

      ejemplo, una cosa es a la vez mitad e igual, lo igual no será por este 

      concepto relativo al doble. Con respecto a lo que es relativo al 

      pensamiento, si el hombre y lo que es pensado son la misma cosa, el hombre 

      no es aquello que piensa sino lo que es pensado. Y si todo es relativo al 

      ser que piensa, este ser se compondrá de una infinidad de especies de 

      seres.

           Hemos dicho lo bastante para probar que el más seguro de todos los 

      principios es que las afirmaciones opuestas no pueden ser verdaderas al 

      mismo tiempo, y lo bastante para demostrar las consecuencias y las causas 

      de la opinión contraria.

           Y puesto que es imposible que dos aserciones contrarias sobre el 

      mismo objeto sean verdaderas al mismo tiempo, es evidente que tampoco es 

      posible que los contrarios se encuentren al mismo tiempo en el mismo 

      objeto, porque uno de los contrarios no es otra cosa que la privación, la 

      privación de la esencia. Pero la privación es la negación de un género 

      determinado; luego, si es imposible que la afirmación y la negación sean 

      verdaderas al mismo tiempo, es imposible igualmente que los contrarios se 

      encuentren al mismo tiempo, a menos que no esté cada uno de ellos en 

      alguna parte especial del ser, o que se encuentre el uno solamente en una 

      parte, pudiéndose afirmar el otro absolutamente.




      - VII -

           No es posible tampoco que haya un término medio entre dos 

      proposiciones contrarias; es de necesidad afirmar o negar una cosa de otra 

      (178). Esto se hará evidente si definimos lo verdadero y lo falso. Decir 

      que el ser no existe, o que el no-ser existe, he aquí lo falso; y decir 

      que el ser existe, que el no-ser no existe, he aquí lo verdadero. En la 

      suposición de que se trata, el que dijese que este intermedio existe o no 

      existe, estaría en lo verdadero o en lo falso; y por lo mismo, hablar de 

      esta manera no es decir si el ser y el no-ser existen o no existen.

           Además, o el intermedio entre los dos contrarios es como el gris 

      entre el negro y lo blanco, o como entre el hombre y el caballo, lo que no 

      es ni el uno ni el otro. En este último caso no podría tener lugar el 

      tránsito de uno de estos términos al otro; porque cuando hay cambio es, 

      por ejemplo, del bien al no-bien al bien; esto es lo que vemos siempre. En 

      una palabra, el cambio no tiene lugar sino de lo contrario a lo contrario 

      o al intermedio. Ahora bien, decir que hay un intermedio, y que este 

      intermedio nada tiene de común con los términos opuestos equivale a decir 

      que puede tener lugar el tránsito a lo blanco de lo que no era no blanco, 

      cosa que no se ve nunca.

           Por otra parte, todo lo que es inteligible o pensado, el pensamiento 

      lo afirma o lo niega; y esto resulta evidentemente conforme a la 

      definición del caso en que se está en lo verdadero y de aquel en que se 

      está en lo falso. Cuando el pensamiento pronuncia tal juicio afirmativo o 

      negativo, está en lo verdadero. Cuando pronuncia tal otro juicio está en 

      lo falso.

           Además, deberá decirse que este intermedio existe igualmente entre 

      todas las proposiciones contrarias, a menos que se hable sólo por hablar. 

      En este caso, no se diría ni verdadero ni no verdadero, habría un 

      intermedio entre el ser y el no-ser. Por consiguiente, entonces habría un 

      cambio, término medio entre la producción y la destrucción. Habría también 

      un intermedio hasta en los casos en que la negación lleva consigo un 

      contrario. Y así habría un número que no sería ni impar ni no-impar, cosa 

      imposible, como lo demuestra la definición del número.

           Aún hay más. Con los intermedios se llegará al infinito. Se tendrá no 

      sólo tres seres en lugar de dos, sino muchos más. En efecto, además de la 

      afirmación y negación primitivas, podrá haber una negación relativa al 

      intermedio; este intermedio será alguna cosa, tendrá una sustancia propia. 

      Y, por otra parte, cuando alguno, interrogado si un objeto es blanco, 

      responde: No, no hace más que decir que no es blanco; y bien, no ser es la 

      negación.

           La opinión que combatimos ha sido adoptada por algunos como tantas 

      otras paradojas. Cuando no se sabe cómo desenredarse de un argumento 

      capcioso, se somete uno a este argumento, se acepta la conclusión. Por 

      este motivo algunos han admitido la existencia de un intermedio; otros, 

      porque buscan la razón de todo. El medio de convencer a los unos y a los 

      otros es partir de una definición, y necesariamente habrá definición si 

      dan un sentido a sus palabras: la noción de que son las palabras la 

      expresión, es la definición de la cosa de que se habla. Por lo demás, el 

      pensamiento de Heráclito, cuando dice que todo es y no es, es al parecer 

      que todo es verdadero; el de Anaxágoras, cuando pretende que entre los 

      contrarios hay un intermedio, es que todo es falso. Puesto que hay mezcla 

      de los contrarios, la mezcla no es ni bien ni no-bien; nada se puede 

      afirmar, por tanto, como verdadero.




      - VIII -

           Conforme con lo que dejamos sentado, es evidente que estas aserciones 

      de algunos filósofos no están fundadas ni en particular ni en general. Los 

      unos pretenden que nada es verdadero, porque nada obsta, dicen, a que con 

      toda proposición suceda lo que con ésta: la relación de la diagonal con el 

      lado del cuadrado es inconmensurable. Según otros, todo es verdadero; esta 

      aserción no difiere de la de Heráclito, porque el que dice que todo es 

      verdadero o que todo es falso, expresa a la vez estas dos proposiciones en 

      cada una de ellas. Si la una es imposible, la otra lo será igualmente.

           Además hay proposiciones contradictorias que evidentemente no pueden 

      ser verdaderas al mismo tiempo, tampoco al mismo tiempo pueden ser falsas 

      y, sin embargo, esto parecería más bien la posible, conforme a lo que 

      hemos dicho.

           A los que sostienen semejantes doctrinas no debe preguntárseles, lo 

      hemos dicho más arriba, si hay o no algo, sino que debe pedírseles que 

      designen algo. Para discutir es preciso empezar por una definición y 

      determinar lo que significa lo verdadero y lo falso. Si afirmar tal cosa 

      es lo verdadero y si negarlo es falso, será imposible que todo sea falso. 

      Porque es necesariamente indispensable que una de las dos proposiciones 

      contradictorias sea verdadera, y luego, si es de toda necesidad afirmar o 

      negar toda cosa, será imposible que las dos proposiciones sean falsas; 

      sólo una de las dos es falsa. Unamos a esto la observación tan debatida de 

      que todas estas aserciones se destruyen mutuamente. El que dice que todo 

      es verdadero, afirma igualmente la verdad de la aserción contraria a la 

      suya, de suerte que la suya no es verdadera porque el que sienta la 

      proposición contraria pretende que no está en lo verdadero. El que dice 

      que todo es falso, afirma igualmente la falsedad de lo que él mismo dice. 

      Si pretenden, el uno que solamente la aserción contraria no es verdadera, 

      y el otro que la suya no es falsa, sientan por lo mismo una infinidad de 

      proposiciones verdaderas y de proposiciones falsas. Porque el que pretende 

      que una proposición verdadera es verdadera, dice verdad; pero esto nos 

      conduce a un procedimiento infinito (179).

           También es evidente que ni los que pretenden que todo está en reposo 

      ni los que pretenden que todo está en movimiento, están en lo cierto. 

      Porque si todo está en reposo, todo será eternamente verdadero y falso. 

      Ahora bien, en este caso hay cambio; el que dice que todo está en reposo, 

      no ha existido siempre; llegará un momento en que no existirá. Si, por el 

      contrario, todo está en movimiento, nada será verdadero; todo será, por 

      tanto, falso. Pero ya hemos demostrado que esto era imposible. Además, el 

      ser en que se realiza el cambio persiste, él, es el que de tal cosa se 

      convierte en tal otra mediante el cambio.

           Sin embargo, tampoco puede decirse que todo está tan pronto en 

      movimiento como en reposo, y que nada está en un reposo eterno. Porque hay 

      un motor eterno de todo lo que está en movimiento, y el primer motor es 

      inmóvil.





      Libro quinto

      De las diversas acepciones de los términos filosóficos: I. Principio. -II. 

      Causa. -III. Elemento. -IV. Naturaleza. -V. Necesario. -VI. Unidad. -VII. 

      Ser. -VIII. Sustancia. -IX. Identidad, heterogeneidad, diferencia, 

      semejanza. -X. Opuesto y contrario. -XI. Anterioridad y posterioridad. 

      -XII. Poder. -XIII. Cantidad. -XIV. Cualidad. -XV. Relación. -XVI. 

      Perfecto. -XVII. Término. -XVIII. En qué o por qué. -XIX. Disposición. 

      -XX. Estado. -XXI. Pasión. -XXII. Privación. -XXIII. Posesión. -XXIV. Ser 

      o provenir de. -XXV. Parte. -XXVI. Todo. -XXVII. Truncado. -XXVIII. 

      Género. -XXIX. Falso. -XXX. Accidente.




      - I -

           Principio (180) se dice, en primer lugar, del punto de partida de la 

      cosa, como el principio de la línea, del viaje. En uno de los extremos 

      reside este principio, correspondiendo con él otro principio al extremo 

      opuesto. Principio se dice también de aquello mediante lo que puede 

      hacerse mejor una cosa; por ejemplo, el principio de una ciencia. En 

      efecto, no siempre hay precisión de empezar con la noción primera y el 

      comienzo de la ciencia, sino por lo que puede facilitar el estudio (181). 

      El principio es también la parte esencial y primera de donde proviene una 

      cosa; y así la carena es el principio del buque, y el cimiento es el 

      principio de la casa; y el principio de los animales es, según unos, el 

      corazón; según otro, el cerebro, según otros, por último, otra parte 

      cualquiera del mismo género (182) 

      . Otro principio es la causa exterior que produce un ser, aquello en cuya 

      virtud comienza el movimiento o el cambio. Y así el hijo proviene del 

      padre y de la madre, y la guerra del insulto (183). Otro principio es el 

      ser por cuya voluntad se mueve lo que se mueve y muda lo que muda: como, 

      por ejemplo, en los Estados los magistrados, los príncipes, los reyes, los 

      tiranos. Se llaman también principio las artes y, entre ellas, las artes 

      arquitectónicas (184). Finalmente, lo que ha dado el primer conocimiento 

      de una cosa se dice también que es el principio de esta cosa: las premisas 

      son los principios de las demostraciones.

           Las causas se toman en tantas acepciones como los principios (185), 

      porque todas las causas son principios. Lo común a todos los principios es 

      que son el origen de donde se derivan: o la existencia, o el nacimiento, o 

      el conocimiento. Pero entre los principios hay unos que están en las cosas 

      y otros que están fuera de las cosas. He aquí por qué la naturaleza es un 

      principio, lo mismo que lo son el elemento, el pensamiento, la voluntad, 

      la sustancia. La causa final está en el mismo caso, porque lo bueno y lo 

      bello son, respecto de muchos seres, principios de conocimiento y 

      principios de movimiento.




      - II -

           Se llama Causa (186), ya la materia de que una cosa se hace: el 

      bronce es la causa de la estatua, la plata de la copa y, remontándonos 

      más, lo son los géneros a que pertenecen la plata y el bronce; ya la forma 

      y el modelo, así como sus géneros, es decir, la noción de la esencia: la 

      causa de la octava es la relación de dos a uno y, en general, el número y 

      las partes que entran en la definición de la octava. También se llama 

      causa al primer principio del cambio o del reposo. El que da un consejo es 

      una causa, y el padre es causa del hijo; y en general, aquello que hace es 

      causa de lo hecho, y lo que imprime el cambio lo es de lo que experimenta 

      el cambio. La causa es también el fin, y entiendo por esto aquello en 

      vista de lo que se hace una cosa. La salud es causa del paseo. ¿Por qué se 

      pasea? Para mantenerse uno sano, respondemos nosotros; y al hablar de esta 

      manera, creemos haber dicho la causa. Por último, se llaman causas todos 

      los intermedios entre el motor y el objeto. La maceración, por ejemplo, la 

      purgación, los remedios, los instrumentos del médico, son causas de la 

      salud; porque todos estos medios se emplean en vista del fin. Estas causas 

      difieren, sin embargo, entre sí, en cuanto son las unas instrumentos y 

      otras operaciones. Tales son, sobre poco más o menos, las diversas 

      acepciones de la palabra causa.

           De esta diversidad de acepciones resulta que el mismo objeto tiene 

      muchas causas no accidentales, y así: la estatua tiene por causas el arte 

      del estatuario y el bronce, no por su relación con cualquier otro objeto, 

      sino en tanto que es una estatua. Pero estas dos causas difieren entre sí; 

      la una es causa material, la otra causa del movimiento. Las causas pueden 

      igualmente ser recíprocas: el ejercicio, por ejemplo, es causa de la 

      salud, y la buena salud lo es del ejercicio; pero con esta diferencia: que 

      la buena salud lo es como fin y el ejercicio como principio del 

      movimiento. Por último, la misma causa puede a veces producir los 

      contrarios. Lo que ha sido por su presencia causa de alguna cosa, se dice 

      muchas veces que es por su ausencia causa de lo contrario. Decimos: el 

      piloto con su ausencia ha causado el naufragio de la nave; porque la 

      presencia del piloto hubiera sido una causa de salvación. Pero en este 

      caso, las dos causas, la presencia y la privación, son ambas causa del 

      movimiento.

           Todas las causas que acabamos de enumerar se reducen a las cuatro 

      clases de causas principales. Los elementos respecto de las sílabas, la 

      materia respecto de los objetos fabricados, el fuego, la tierra y los 

      principios análogos respecto de los cuerpos, las partes respecto del todo, 

      las premisas respecto de la conclusión, son causas, en tanto que son el 

      punto de donde provienen las cosas; y unas de estas causas son 

      sustanciales, las partes, por ejemplo; las otras esenciales, como el todo, 

      la composición y la forma. En cuanto a la semilla, al médico, al 

      consejero, y en general al agente, todas estas causas son principios de 

      cambio o de estabilidad. Las demás causas son el fin y bien de todas las 

      cosas; causa final significa, en efecto, el bien por excelencia, y el fin 

      de los demás seres. Y poco importa que se diga que este fin es el bien 

      real o que es sólo una apariencia del bien.

           A estos géneros pueden reducirse las causas. Éstas se presentan bajo 

      una multitud de aspectos, pero pueden reducirse también estos modos a un 

      pequeño número. Entre las causas que se aplican a objetos de la misma 

      especie, se distinguen ya diversas relaciones. Son anteriores o 

      posteriores las unas a las otras; y así el médico es anterior a la salud, 

      el artista a su obra, el doble y el número lo son a la octava; en fin, lo 

      general es siempre anterior a las cosas particulares que en él se 

      contienen. Ciertas causas están marcadas con el sello de lo accidental, y 

      esto en diversos grados. Policleto es causa de la estatua de una manera, y 

      el estatuario de otra; sólo por accidente en el estatuario Policleto. 

      Además hay lo que contiene lo accidental. Así, el hombre, o ascendiendo 

      más aún, el animal, es la causa de la estatua, porque Policleto es un 

      hombre, y el hombre es un animal. Y entre las causas accidentales, las 

      unas son más lejanas, las otras son más próximas. Admitimos que se diga 

      que la causa de la estatua es el blanco, es el músico; y no Policleto o el 

      hombre.

           Además de las causas propiamente dichas y de las causas accidentales, 

      se distinguen también las causas en potencia y las causas en acto; como, 

      por ejemplo, el arquitecto constructor de edificios y el arquitecto que 

      está construyendo un edificio dado. Las mismas relaciones que se observan 

      entre las causas, se observan igualmente entre los objetos a que ellas se 

      aplican. Hay la causa de esta estatua en tanto que estatua, y la de la 

      imagen en general; la causa de este bronce es tanto que bronce, y en 

      general la causa de la materia. Lo mismo sucede respecto a los accidentes. 

      Finalmente, las causas accidentales y las causas esenciales pueden 

      encontrarse reunidas en la misma noción; como cuando se dice, por ejemplo, 

      no ya Policleto, ni tampoco estatuario, sino Policleto estatuario.

           Los modos de las causas son en suma seis, y estos modos son opuestos 

      dos a dos. La causa propiamente dicha es particular o general, la causa 

      accidental es igualmente particular o general: las unas y las otras pueden 

      ser combinadas o simples. Por ejemplo, todas estas causas existen en acto 

      o en potencia. Pero hay esta diferencia entre ellas; que las causas en 

      acto, lo mismo que las causas particulares, comienzan y concluyen al mismo 

      tiempo que los efectos que ellas producen: este médico, por ejemplo, no 

      cura sino en cuanto trata a este enfermo, y este arquitecto no es 

      constructor sino en cuanto construye esa casa. No siempre sucede así con 

      las causas en potencia; la casa y el arquitecto no perecen al mismo 

tiempo.